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2017/03/28

La verdadera historia de Juana de Albret

LA VERDADERA HISTORIA DE JUANA DE ALBRET
Iñigo Saldise Alda

PARTE 1ª: La princesa indomable

Juana de Albret nació a comienzos del año 1528, en el castillo-palacio Real de Nabarra localizado en Pau, siendo hija del rey Enrique de Albret, II de Nabarra, copríncipe de Andorra, vizconde soberano del Bearne, Tursan, Gabardan, Tarlas y Limoges, además de conde de Foix, Perpignon, Bigorra y Albret; y de Margarita de Valois-Orleans-Angulema, reina consorte de Nabarra, duquesa de Alençon, además de condesa de Armagnac y Rodhez.

Inicialmente su formación estaba prevista que fuera realizada por su madre, amante del humanismo y las letras. Ciertamente Margarita de Nabarra era una mujer avanzada a su tiempo y no había mejor maestra que ella. Por ello la educación sería en un entorno relajado y muy diferente al de resto de cortes europeas, donde a parte de los diversos estudios, los juegos con otros niños eran muy importantes, sin tener en cuenta el extracto social al cual pertenecieran. Pero debido a unos asuntos concernientes a las posesiones que tenía la reina de Nabarra en la Normandia, Juana de Albret viajó con ella con muy poca edad, recibiendo su educación finalmente en Lornay.

Juana de Albret fue una niña privilegiada, al contar con 20 criados, un tutor, 3 lacayos y lo más importante para una niña, un pastelero a su servicio. Fue una chiquilla sensible, pero con grandes virtudes en los estudios, aprendiendo las diversas enseñanzas con gran rapidez. Eso fortaleció día a día su intelecto, el cual era muy agudo, haciéndole destacar.

Su educación al estar dirigida de una forma muy diferente al de otras princesas, le generó un espíritu fuerte y libre, en contra posición a las enseñanzas habituales de sumisión que recibían la mayoría de las niñas, princesas o no. Juana de Albret desde su infancia creía en la fuerza del amor, desechando la posibilidad de cualquier enlace que no tuviera a éste como base y sustento.

Pero siendo todavía una niña, la princesa de Biana fue retenida en el calabozo sombrío Plessis-les-Tours por su tío el rey de Francia, tras una visita llevada a cabo a la corte de Paris, junto a su madre Margarita de Valois-Orleans-Angulema, hermana de Francisco I de Francia. La razón no fue otra de que la educación debía ser afrancesada, pero también, posiblemente más importante, por una estrategia matrimonial supeditada a la política de la época.

Tras unas semanas fue llevada a la Corte de Francia, pasando entonces a llevar una vida más acorde con su estatus de princesa, pero en un entorno de excesos y lujuria, algo inexistente en la Corte del Reino de Nabarra. Los nabarros exigían el regreso de la princesa de Biana a Nabarra, pero el rey de Francia se negó. Esto provocó primero una gran indignación en la reina de Nabarra y después en las Corte nabarra de Pau. Allí estaba situada la capitalidad del Reino de Nabarra, al estar la ciudad de Iruinea-Pamplona ocupada por las tropas militares españolas.

La primera idea del rey francés era combatir al nabarrismo antes de que floreciera en mujer la princesita de Biana, mediante una educación a la francesa.  Pero su madre logró que ésta tuviera un tutor humanista, Nicolás de Bourbon, quien introdujo a la princesa de Biana en los estudios de los clásicos y de lo renacentistas italianos. Eso sí, el monarca francés prohibió que se le enseñara en sus lenguas natales, el euskara y el bearnés, pues las consideraba como lenguas de campesinos frente al “noble” lenguaje de los franceses.

La reina Margarita de Nabarra quería casar a la princesa de Biana con su primo el delfín de Francia Francisco de Valois-Orleans-Angulema duque de Bretaña, el cual por influencia de su padre el rey de Francia, mostró su negativa a dicho enlace siempre, ya que tenía otras opciones más favorables en materia política provenientes del Reino de Inglaterra y del propio Reino de Francia. Además el delfín de Francia murió en el año 1536.

Estando a comienzos de su pubertad, siendo Juana de Albret ya una bella jovenzuela de apenas doce años que tenía muy claras las ideas y poseía firmes convicciones, llegó una interesante propuesta, a la par de engañosa, a la Corte de Nabarra. Esta era un ofrecimiento de matrimonio por parte del emperador Carlos V de Alemania y I de España, quien presentaba como pretendiente al príncipe de Asturias y Girona, Felipe de Habsburgo-España. Los reyes de Nabarra inicialmente se entusiasmaron con este ofrecimiento, pero tenían otros factores, principalmente de carácter político, que tener en cuenta.

Además, sobre las mismas fechas, la madre de Juana de Albret, Margarita de Nabarra, tenía en mente casarla con otro de sus sobrinos, Carlos de Valois-Orleans-Angulema, pero su hermano el rey Francisco de Francia, quien retenía en su Corte a la princesa de Nabarra contra su voluntad, preparó su casamiento con un alemán en el año 1540. Únicamente por el gran interés político que era para el rey francés, pues así su mayor enemigo, el emperador de Alemania y rey de España, no conseguía una alianza con el Reino de Nabarra en primer lugar; y en segundo, conseguía un buen aliado militar contra dicho emperador.

Pese a su juventud la reacción de Juana de Albret fue firme y contundente, mostrando su descontento, negándose en público a dicho contrato matrimonial, tanto de forma verbal como escrita. Mostró abiertamente su intención de incumplirlo, enfrentándose a los deseos del rey de Francia.

“Me niego al matrimonio que quieren hacer de mi con el duque de Cleves... todo cuanto podría hacer o decir después de que pudieran decir que yo habría consentido... Por ello protesto nuevamente que si sucede que sea desposada o casada con el referido duque de Cleves, de cualquier suerte o manera que sea o pueda suceder, será o habrá sido contra mi corazón y mi voluntad”.

Para el duque de Cleves esta unión era muy atractiva, ya que Juana de Albret era la heredera al Reino de Nabarra y además sobrina del rey de Francia. Pero de forma más próxima encontraba con ello una alianza natural contra su enemigo, Carlos V de Alemania y I de España.

Para entonces la reina Margarita de Nabarra ya había aceptado los deseos de su idolatrado hermano. Pero el rey Enrique II de Nabarra se mostró en contra pues veía con mejores ojos al pretendiente germano-español. Finalmente guardo silencio ante la promesa de Guillermo de Jülich-Cléveris-Berg y del propio Francisco de Francia, de atacar Vizcaya con la palabra recuperar las tierras nabarras ocupadas por los españoles.

Pero la joven princesa de Nabarra no se rindió y siguió negándose al enlace con el alemán. El rey de Francia, para doblegar la resistencia de la princesa de Biana, de temperamento vivo y rebelde, utiñizó sin complejos una gran violencia y así, de forma obligada y contra su voluntad la princesa Juana de Nabarra casó con el noble alemán Guillermo de Jülich-Cléveris-Berg en el año 1541. En la entrada de la iglesia, la princesa de Biana se negó a caminar. El Condestable de Francia Anne de Montmorency, por orden del rey de Francia, cogió por el cuello a la princesa de Biana y la llevó hasta el altar.

Juana de Albret no respondió al cardenal Francisco de Toumon en el acto de aceptación mutua durante celebración religiosa del matrimonio, manteniendo sus labios sellados hasta que el cardenal francés le preguntó por tercera vez, contestándole entonces la princesa de Biana lo siguiente: “¡No! ¡No me presiones!”.

Y antes de la noche de bodas, la princesa de Biana escribió de nuevo una protesta al rey de Francia: “Yo Juana de Nabarra... veis y sabéis que soy constreñida y forzada tanto por la Reina, mi madre, como por mi aya, al casamiento en curso entre el duque de Cleves y yo y también veis que se quiere, contra mi voluntad, solemnizar el matrimonio, digo y declaro que persevero en mi dicha protesta hecha ante vosotros el día de los pretendidos esponsales entre el duque y yo las otras protestas que antes de ahora hice, tanto de palabra como por escrito, y que dicha solemnidad y demás cosas que se hagan, serán contra mi voluntad y son nulas, como hechas o consentidas a la fuerza u obligada, nombrándoos también por testigos y rogándoos firmar la presente, conmigo, confiando, con la ayuda de Dios, que rae servirá alguna vez”.

Ya en la noche de bodas, la princesa de Biana sufrió un ataque, más que posiblemente autoprovocado, de ira, odio, ansiedad, rabia, miedo y/o histeria. Con esta reacción defensiva natural e inteligente, consiguió que no se consumara el matrimonio con el acto sexual de la fornicación, con un hombre desconocido, que no le decía nada a su corazón y doce años mayor que ella, pero que al menos no fue un violador.

Desde su regreso a Dusseldorf, el duque de Cleves había pedido en repetidas ocasiones a su esposa que fuera a su casa,… en Alemania. La joven princesa de Biana se había retirado a Plessis-les-Tours después de la ceremonia e hizo caso omiso a los deseos del príncipe alemán. Su salud era pobre, con dolor que le dio la ictericia. Vomitó sangre y su delgadez era aterradora. Vivía sola, con la única presencia de sus carceleros franceses, por tanto estaba lejos de las intrigas de las Cortes de Francia, pero sobretodo de su amada patria, el Estado de Nabarra.

Al tiempo, tras mejorar en su salud, recibió algunas visitas de compatriotas nabarros. En una de esas, aprovechó la ayuda de estos y en un descuido de su escolta-carceleros, aprovechó para huir del Reino de Francia. A su llegada a las tierras libres de Nabarra fue recibida apoteósicamente como heredera al trono de Nabarra, destacando los festejos que se llevaron a cabo durante varios días en la capital de Pau.

PARTE 2ª: El secreto de Bidatxe

Ya en la Corte de Nabarra, Juana de Albret se reafirmó en sus deseos de que se llevase a cabo la anulación del matrimonio a la que había sido forzada a contraer. Esto ocurrió cuando ya contaba con quince años. Es por aquel entonces cuando comenzó a comentar a sus asistentas y/o damas, su gran secreto de los últimos años. Estaba enamorada de un hombre que había conocido en la Corte francesa. Éste le había encandilado con sus buenas formas y magnífico porte de noble francés. Era diez años mayor que ella y su nombre Antonio de Bourbon.

Antonio de Bourbon había nacido en la Picardia, siendo hijo de Carlos de Bourbon, duque de Bourbon y Vendôme y de Francisca de Alençon, duquesa de Alençon y condesa de Perche. En ese momento Antonio de Bourbon era un joven de veintitrés años; distinguido, apuesto y un brillante cadete militar, que le otorgaba una fachada de triunfador.

Además, Antonio de Bourbon era el primer príncipe de sangre, es decir, descendía por vía directa y masculina del último rey de la dinastía Capeta, por lo cual era el siguiente en la línea de sucesión del Reino de Francia tras la familia Real francesa, pero no lo suficiente importante para que lo tuviera el rey de Francia en cuestión de contratos matrimoniales, pues eran remotas su opciones de llegar a poseer el título de rey de los franceses. De todas formas y gracias a su estatus de heredero, se le permitía pasar grandes temporadas en la Corte francesa de Paris.

En los hermosos jardines del castillo-palacio de Pau, diseñados por la reina Margarita de Nabarra, la joven princesas de Biana, durante sus largos paseos con sus damas de compañía, fue el lugar donde les confió a éstas el secreto de que amaba a Antonio de Bourbon. Estas damas eran todas de cuna noble nabarra. Entre ellas estaba su mejor amiga y mayor confidente, Catalina de Aster y Agramont, hermana del señor de Agramont.

Entonces esas noticias llegaron a la Corte de Francia. A modo de chismes las palabras y más o menos transformadas sobre una princesa joven y enamorada del duque de Vendôme. Inicialmente se tornaron de carácter risorio, al saber que la princesa no era otra más que Juana de Albret, ya que la nobleza francesa consideraba campesinos a la Familia Real de Nabarra, con la única excepción de la reina Margarita de Nabarra, al ser ésta la hermana del rey de Francia. Además, la princesa estaba casada y todos conocían su fuerte carácter.

Pero pronto Francisco de Bourbon conde de Enghein y hermano menor de Antonio, le indicó al duque de Vendôme que esta era una oportunidad muy interesante, ya que se sabía que no se había consumado el matrimonio, facilitando con ello una base legal para su anulación. Además, si Juana de Albret recuperaría la soltería, como princesa de Biana era la heredera del Reino de Nabarra, pues a diferencia de las Leyes del Reino de Francia, no existía la ley sálica en las Leyes nabarras.

Por ello, envían a una prima suya, la joven y bella noble Helena de Clermont-Gallerande señora de Tarves y Toulongeon a la Corte de Nabarra, para que viera insitu cuál era la realidad de todo lo comentado en la Corte francesa. Pues en caso de ser favorable para los intereses de la familia Bourbon, su misión era la de incentivar e impulsar la correspondencia entre el duque de Vendôme y la princesa de Biana, con un solo interés, conseguir llevar a buen puerto un contrato matrimonial.

Helena de Clermont-Gallerande fue escoltada entre otros, por un noble nabarro, al cual ya había visto en la Corte francesa. Este era Antonio de Agramont, señor de Agramont y conde de Gixune, vizconde de Aure, además de capitán y alcalde de la ciudad de Baiona-Bayonne. Años antes el joven noble nabarro había sido fundamental en la fuga de la princesa de Biana. Durante el viaje, la comunicación entre ambos fue fluida, entablando una gran amistad con grandes dosis de amor mental.

Durante unos pocos meses, los mensajeros de la princesa nabarra y del duque francés, recorrieron sin descanso el camino que iba de Pau a Paris y de Paris a Pau con las cartas de ambos. Finalmente Juana de Albret y Antonio de Bourbon concertaron una cita secreta, eligiendo como lugar el castillo de Bidatxe del señor de Agramont. Esto fue debido por el asesoramiento único y expreso de Helena de Clermont-Gallerande, quien buscaba una excusa para reunirse nuevamente con su amado nabarro, Antonio de Agramont.

Pero las circunstancias político-militares francesas se interpusieron. Para cuando llegó la carta de conformidad de la princesa de Nabarra a la Corte francesa, Antonio de Bourbon se encontraba luchando con el ejército francés, bajo las órdenes de Carlos de Valois-Orleans-Angulema Duque de Orleans e irónicamente junto al ejército de uno de sus aliados, concretamente el del duque de Cleves y esposo sobre el papel de Juana de Albret, contra las tropas españolas en Flandes.  En esa guerra el duque de Vendôme y su ejército tomaron Lillers, haciendo imposible que se reuniera con la princesa de Biana a lo largo de todo el año 1543.

Así pues, se reunieron finalmente los cuatro enamorados al inicio de la primavera del año 1544. Por supuesto ambos contaban con un pequeño séquito el cual había jurado no compartir sus conocimientos de dicha reunión en las Cortes de Pau y Paris. Mientras que el encuentro entre la belle de Tarves y el señor de Agramont fue apasionado con grandes y prolongadas dosis de amor carnal, la princesa de Biana y el duque de Vendôme “guardaron las formas”. Pasearon por los alrededores del castillo mientras se iban conociendo en persona. Todo ello entre diversos poemas que recitaba la princesa nabarra y cuentos de caza que contaba el duque francés.

Cuando se separaron y volvieron cada uno a su Corte, los mensajeros hacían que las herraduras de sus caballos sacasen chispas. La actitud de Juana de Albret siempre fue la misma, la de una mujercita esperanzada y enamorada, a la cual no se le apagaba la sonrisa. Pero cabe destacar que Antonio de Bourbon varió su comportamiento, dejando aparcados sus “affairs” con las damas de la Corte francesa, conocedor del carácter celoso de la princesa de Biana tras comprobar su comportamiento con él cuando observaba a otras damas en Bidatxe, y especialmente por los muchos “espías” que tenía la princesa nabarra en dicha Corte de Francia, entre los que encontraba su propia prima Helena.

PARTE 3ª: El triunfo del amor

Las reuniones entre Juana de Albret y Antonio de Bourbon en el castillo de Bidatxe se sucedieron en un par de ocasiones más hasta el año siguiente. Pero los temas que conversación entre la princesa y el duque fueron evolucionando, entrando en liza temas de mayor importancia, entre los que se encontraba y destacaba como prioritario el de la anulación matrimonial de la princesa con el duque de Cleves.

La reina Margarita de Nabarra pese atender la demanda hecha en su día por su hija la princesa de Biana al respecto, ciertamente no llevaba las negaciones de anulación matrimonial al ritmo adecuado. En gran medida por ser conocedora de los deseos sobre el mismo de su hermano el rey de Francia, quien se oponía a ello.

Pero cosas del destino, los sucesos comenzaban a tornarse favorables para los enamorados. El esposo sobre el papel de Juana de Albret era Guillermo de Jülich-Cléveris-Berg. Pero tras ser derrotado por las tropas imperiales de Carlos V de Alemania y I de España en el año 1543, pasó un año después a rendir vasallaje a este, lo que provocó una iracunda reacción en el rey Francisco de Francia, pese a que él no había envidado tropas de socorro a su aliado cuando este se las pidió.

Así pues, cambió su actitud con respecto al matrimonio existente entre la princesa nabarra y el duque alemán, apoyando a su hermana Margarita de Nabarra en su petición de la anulación de dicho matrimonio ante el imperio papal de Roma. La demanda estaba sustentada en la jurisprudencia del Reino de Nabarra o Derecho Pirenaico, y en la afirmación que dicho contrato matrimonial no se había consumado. Eso sí, el rey de Francia se guardó un as en la manga, pues los reyes de Nabarra debían consultarle su opinión sobre los pretendientes futuros que tuviera la princesa de Biana.

Pero la anulación del contrato matrimonial llevada a cabo por el pontífice o emperador de Roma Pablo III, no llegó hasta el año 1545. Concretamente tras una petición realizada desde la Corte germano-española, pues el emperador Carlos V de Alemania y I de España tenía ya en mente un nuevo matrimonio; esta vez para fortalecer su nueva alianza con Guillermo de Jülich-Cléveris-Berg, esposo hasta entonces de la princesa de Nabarra, siendo por tanto obligado su divorcio o anulación. Incluso el duque de Cleves participó en dichas negociaciones.

Tras la anulación, Juana de Albret por fin era libre y comprendió que era el momento apropiado para decirles a sus padres, los reyes de Nabarra, que su intención era la de casarse únicamente con Antonio de Bourbon. Tanto Enrique II de Nabarra como su esposa Margarita de Nabarra no lo vieron mal pues incluso el duque de Vendôme era una de sus opciones. A él le parecía un buen general al ser un soldado valiente, atrevido, estratega e inteligente, mientras que ella lo veía como un hombre apuesto, guapo, gracioso y encantador. Todo ello con la guinda de ser el primer príncipe de sangre de Francia, además de poseer numerosos patrimonios en el Reino de Francia. De todas formas tenían otros pretendientes en mente.

Enrique II de Nabarra pretendía un nuevo contrato matrimonial con un príncipe español. Para ello buscó el contacto con uno de los embajadores españoles, el cual recibió la propuesta con frialdad. A diferencia del intento de matrimonio de la princesa de Biana con el príncipe de Asturias y Girona, el cual supondría que todos los nabarros estuvieran sometidos bajo las garras del águila bicéfala e imperial del que sería Felipe II de España, cualquier otro macho de la Familia Real española que no fuera el heredero a la Corona española, significaba lo contrario, es decir, que todos los nabarros volvieran a ser libres, algo inconcebible para el emperador Carlos V de Alemania y I de España.

Esta vez su esposa Margarita de Nabarra entró en los proyectos político-patrióticos del rey de Nabarra, partiendo con la hija de ambos Juana de Albret, hacia la Corte francesa. Allí en primer lugar, intentó llevar a buen puerto la idea de su marido a través de la reina viuda de Hungría y Bohemia, gobernadora germano-española de los Paises Bajos María de Habsburgo, hermana de Carlos V de Alemania y I de España, y que por aquel tiempo se encontraba en misión diplomática en la Corte francesa como embajadora del emperador germano-español.

La reina de Nabarra obtuvo el mismo resultado que su marido, es decir, nada. Por ello trasladó sus intenciones de volver al Reino de Nabarra junto con su hija Juana de Albret, a su hermano Francisco  de Francia, aduciendo que la presencia de la princesa de Biana en la Corte francesa era muy negativa para ésta, debido a los numerosos escándalos sexuales que había en la misma. Pero el rey de Francia volvió a retener bajo su custodia a Juana de Albret en Plessis-les-Tours, mientras Margarita de Nabarra regresó a Pau. Pero esta vez Juana de Albret no protestó, incluso recibió la noticia con una sonrisa, pues así podría verse en la intimidad con Antonio de Bourbon, que era lo que ya deseaba la princesa de Biana y realmente lo que temía su madre la reina de Nabarra, por ello antes de partir, pidió a dos damas de compañía de Juana de Albret que la “vigilaran”. Cosas de la vida, las elegidas fueron Helena de Clermont-Gallerande y Catalina de Aster y Agramont, las cómplices del secreto de Bidatxe.

Francisco de Francia tenía esta vez en mente, casar a la princesa de Biana con algún príncipe francés, pero eran escasos los que podían casarse con Juana de Albret. Uno eran el duque de Orleans Carlos de Valois-Orleans-Angulema e hijo favorito del rey francés, otro el conde de Aumale Francisco de Lorena-Guisa y finalmente, el que indudablemente era la única opción para la princesa nabarra, el duque de Vendôme y gobernador de Picardía; su amado y guapo Antonio de Bourbon.

Muy pronto se calló de la lista el hijo del rey francés, ya que éste tenía otros planes, estando entre ellos la posibilidad de un contrato matrimonial con María de Habsburgo, de ahí la presencia de la germano-española en la Corte de Paris. Así pues, ya solo quedaban dos, tomando ventaja la candidatura de Antonio de Bourbon, por su condición política de primer príncipe de sangre, posibilitando con ello que el Reino de Nabarra fuera atrapado y sometido por las garras del gallo francés.

Pese a ello, el rey de Francia no daba su consentimiento. Entre tanto fueron numerosas la visitas del duque a la princesa. Durante sus paseos las conversaciones entre ellos fueron numerosas y de todo tipo. En ellas Juana de Albret demostró ser una mujer con carácter. Fuerte y con las ideas claras entorno a la independencia del Reino de Nabarra, a las cuales no opuso ninguna pega su amado Antonio de Bourbon. Además el amor mental dio paso al amor carnal, alcanzando juntos el nirvana sexual en numerosas ocasiones.

La muerte de Francisco de Francia entristeció a todos sus súbditos; bueno, a todos no. Dicha noticia alegró en grado sumo a su hijo el delfín de Francia Enrique de Valois-Orleans-Angulema. Pero también a un amigo de éste, el duque de Vendôme, que ya contaba con meses de anterioridad a la muerte de Francisco de Francia, con el consentimiento necesario como vasallo del nuevo rey de Francia, cuando éste aún era el delfín o heredero del Reino de Francia, para su deseado matrimonio con la princesa de Biana.

Pero había algo con lo que no contaban los enamorados. Más que algo era alguien. Era la amante del nuevo rey de Francia Diana de Poitiers, la cual tenía toda la influencia habida y por haber sobre Enrique II de Francia, y ella trabajaba en favor de la casa de Lorena-Guisa.

Sin haberse decido nada, Enrique II de Nabarra y Margarita de Nabarra partieron de las tierras nabarras para asistir a la coronación de Enrique II de Francia, recogiendo a la princesa Juana de Albret en Plessis-les-Tours. Pero antes de llegar a la catedral de Reims, Margarita de Nabarra enfermó, permaneciendo en Poitou.

Tras la solemne coronación, Antonio de Bourbon se presentó ante su señor el rey de Francia, para pedir públicamente su consentimiento y poder así casarse con Juana de Albret. Pero el rey francés titubeó debido a la influencia de su amante. Esto pilló por sorpresa al duque de Vendôme, pero no así a la princesa de Biana.

La princesa de Nabarra era ya una mujer de fuerte carácter y muy inteligente, por ello, temiéndose lo peor, es decir, la negativa del rey de los franceses, investigó la genealogía por ella misma de Diana de Poiters, encontrando que el hermano pequeño de Francisco de Lorena-Guisa, llamado Claudio de Lorena-Guisa, tenía como amante a la hija de la duquesa de Valentinois y de Étampes, llamada Luisa de Brézé; y con grandes reflejos Juana de Albret pronunció las siguiente palabras:

“¿Quieres que, mi Señor, lo que me tiene que mostrar la cola era hermano, y que la hija de la señora de Valentinois llegó a estar con él?”

Fue una lección severa sobre la influencia de la amante del rey francés, sobre el propio Enrique II de Francia. Estas valientes palabras en la boca de una mujer joven, sonrojaron al rey de Francia, que había mostrado altamente y con orgullo su historia de amor con la duquesa de Valentinois y Étampes. Así pues, Enrique II de Francia tomó en bueno dichas palabras y sin costarle mucho, intentando mostrar y convencer a los presentes de quien llevaba los pantalones, dio su consentimiento de matrimonio a Antonio de Bourbon.

Los enamorados se las prometían felices, pero lamentablemente para ellos todavía quedaba un escollo que vencer. Juana de Albret debía tener el consentimiento de su padre el rey de Nabarra. Pero en ese instante no entraba en la mente de Enrique II de Nabarra ni un marido de la casa de Lorena-Guisa, ni un marido de la casa de Bourbon. Así pues, de momento no consintió el rey de Nabarra, pese a que Antonio de Bourbon entregara a perpetuidad el título de duquesa de Bourbon a su amada Juana de Albret, princesa de Biana.

El rey de Nabarra a su regreso a Pau volvió a insistir en conseguir un matrimonio ligado a la monarquía germano-española. Para ello envió a diferentes agentes al Reino de España para tentar nuevamente el terreno. Enrique II de Nabarra, ante la ausencia de un príncipe de la Casa de Habsburgo, su preferencia política era el príncipe Manuel Filiberto de Saboya, hijo heredero del duque de Saboya, comandante de la guardia imperial germano-española y capitán de la caballería flamenca, que había sido distinguido con el Toison de oro por el propio emperador Carlos V y I de España.

El tiempo pasaba y la princesa de Biana seguía sin un prometido oficial. El rey de Nabarra había ido a Bordele-Bordeaux con asuntos políticos, literarios y de imprenta. A su vez, el rey Francia llegaba a Lyon tras un viaje a Piamonte. Entre las princesas que iban tras él en solemne procesión, se encontraban la Reina de Nabarra y su hija la princesa de Biana, dentro de una litera cubierta de terciopelo negro. A su lado, montando a caballo estaba la imponente figura del duque de Vendôme.

Tanto la reina de Nabarra como el rey de Francia pensaban que el matrimonio no debía retrasarse más. Enrique II de Francia escribió entonces a su homónimo Enrique II de Nabarra para notificar al rey de Nabarra, que o bien el matrimonio en la princesa y el duque se llevaba a cabo en breve plazo de tiempo, o bien se rompía el compromiso definitivamente. Así y sin respuesta alguna por parte de los germano-españoles, el rey de Nabarra finalmente cedió y dio su consentimiento para la consecución real del contrato matrimonial, entre Juana de Albret y Antonio de Bourbon.

Para sellar dicho contrato, el rey de Nabarra viajó hasta el ducado de Bourbon. Es donde Enrique II de Francia había citado a Enrique Il  de Nabarra. El rey de Francia le ofreció dinero, junto a la anualidad en los ingresos de los territorios nabarros que se mantenían vasallos económicamente al Reino de Francia. Tras la reunión el rey de Nabarra se entrevistó con Antonio de Bourbon, persuadiéndole de que cesara en su ostentación y especialmente en sus locuras, indicándole finalmente que estaba obligado a adoptar los hábitos sobrios de la Corte de Nabarra.

Todos los obstáculos habían sido vencidos por los enamorados. El rey de Nabarra regresó contento a la Corte de Pau y el rey de Francia a la Corte de Paris. La joven pareja se quedó durante dos semanas en las tierras del duque de Vendôme, donde tuvieron dos semanas de auténtica pasión, antes de casarse en 20 de octubre del año 1548 en Moulins.

En la boda estuvieron presentes los reyes de Nabarra a la cabeza de la Corte de Nabarra y los reyes de Francia a la cabeza de su Corte.

Tras amanecer de la noche de bodas, Antonio de Bourbon salió del cuarto donde la pasó a solas con su ya esposa Juana de Albret y ante la expectación de los presentes, conocedores de la no consumación del matrimonio anterior, grito: “Hemos cumplido seis veces y con mucha alegría”, desatando el júbilo entre los presentes y las risas retenidas en dos damas de la princesa, las cuales sabían que lo ocurrido en la intimidad de esa alcoba no había sido la primera vez.

PARTE 4ª: Armonía, drama y felicidad

Los vasallos del duque de Vendôme apodaron a la esposa de éste, la princesa de Biana, de la siguiente forma, plus belle que Grâce. Incluso el rey de Francia afirmó que nunca había visto tan alegre y contento a su amigo Antonio de Bourbon una vez casado. La alegre princesa siempre estaba sonriendo ante el humor y el temperamento de su marido, y este amaba su alegría permanente. Indudablemente fue un matrimonio por amor, pues eran auténticos compañeros.

El matrimonio de Juana con Antonio era afortunado y bien avenido. Eran numerosas las pruebas de afecto y amor mutuo que se dispensaban, sin importar el lugar ni la compañía. Juana de Albret viajó a mediados del año 1549 a visitar a su familia a Pau, siendo esta la primera ocasión en la cual el matrimonio se separaba. Los nabarros la recibieron con grandes muestras de alegría una vez más.
Los príncipes de Nabarra y duques de Vendôme se reencontraron en otoño con Antonio de Agramont y Helena de Clemont-Gallerande tras acudir como testigos a su matrimonio, el cual tuvo lugar en Compiègne. Allí los cuarto amigos, “encubridores del amor” de Bidatxe, volvieron a reunirse, charlar y disfrutar de sus respetivo amor una vez entrada la noche en la intimidad de sus aposentos.

A finales de año, la princesa de Biana y el duque de Vendôme volvieron a visitar la Corte de Nabarra ante la muerte de la madre de Juana de Albret. El rey de Nabarra y el rey de Francia establecieron el rango de los nobles de ambos Estados, estando el duque de Vendôme a la cabeza de los mismos. Así pues, Antonio de Bourbon como príncipe consorte de Biana, los comandó y dirigió en el desfile o procesión fúnebre.

El año 1550 fue muy bueno para los príncipes de Biana y duques de Vendôme en todos los aspectos. Su amor parecía indestructible, permaneciendo juntos la mayoría del tiempo, ya fuera en su residencia en Moulins, en sus visitas al Estado de Nabarra o en los campamentos militares a los que acudían juntos, pues pese a estar en un periodo de paz entre franceses y germano-españoles, las maniobras y/o alardes eran numerosos por ambos bandos, no pudiendo excusar su presencia Antonio de Bourbon a todas ellas, por su condición de primer príncipe de sangre y general del ejército francés.

Así pues, la princesa se quedaba sola cuando el duque iba de caza o estaba jugando a los soldaditos, cumpliendo con ello el duque su palabra dada a la princesa: “(…) tú y yo, mi señora, tú y yo”.

Los nobles y soldados de los acuartelamientos franceses se sintieron embelesados con la presencia de la princesa de Biana. La mayoría de ellos envidiaban a su comandante el duque de Vendôme, por contar con algo más que una esposa de la época, una auténtica compañera. La princesa de Albret no se escondía en su tienda, sino que paseaba entre ellos, siempre con una sonrisa que iluminaba el gris campamento militar. Se detenía de forma natural y preocupada, junto aquellos que habían sufrido heridas y/o lesiones, antes de reunirse por la noche con su amado Antonio de Bourbon en su tienda privada, tras dejar éste aparcadas sus labores como general.

El año siguiente fue más de lo mismo, pero con la salvedad de que Juana de Albret había queda embarazada tras las celebraciones amorosas del año nuevo, pariendo un hijo barón en septiembre del año 1551 en su casa de Moulins. Los padres decidieron que se llamara Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret, como así se llamaban los reyes de Nabarra y Francia, poseyendo el título de duque de Beaumont.

Este nacimiento obligó inicialmente la separación de los príncipes de Biana y duques de Vendôme, pues ella se quedó con el hijo de ambos en Moulins y él, marchó a un nuevo campamento militar. Las cartas volvían a ser su medio de comunicación, mostrando su amor mutuo y por su primogénito.

“Mi amor, he recibido a mi regreso de la cacería, donde he disfrutado de una magnífica jornada, dos cartas vuestras, en una de las cuales he hallado noticias de nuestro hijo mayor con un mechón de sus cabellos, que encuentro más hermoso que un ramillete del jardín de Gaillon o de cualquier otro lugar”. Carta de Antonio de Bourbon a su esposa Juana de Albret.

Al cabo de unos meses, Juana de Albret, enamorada de su esposo, volvió a seguir a su amado por los campamentos militares franceses de Metz, Toul y Verdun. Mientras, el pequeño duque de Beaumont fue confiado a los cuidados de una nodriza llamada Aymée de la Fayette, que había sido la antigua aya o ama de llaves, de la princesa de Biana.

Según se afirma, estos cuidados resultaron nefastos para el niño, que falleció con solo dos años, en agosto del año 1553. Al parecer, Aymée de la Fayette era muy friolera, por lo que mantenía las estancias del joven duque totalmente cerradas y con un gran fuego encendido. Esto hizo que el pequeño padeciese de un calor excesivo y sin ninguna ventilación, lo que acabó siendo fatal, mejor dicho mortal, para su salud. Juana de Albret hizo los preparativos para que su cuerpo fuera trasladado a Vendôme, enterrándolo en la iglesia-colegio de dicha localidad.

Por esas fechas la princesa de Biana volvía nuevamente a estar embarazada, concretamente de cinco meses y decidió quedarse en su casa de Moulins.

Tanto ella como su esposo esperaron el nacimiento con ilusión renovada, tras el amargo trance que acababan de pasar. Pero no lo hicieron juntos, ya que las obligaciones de Antonio de Bourbon volvieron a separar a la pareja, así que volvieron a las cartas, algo que dominaban a la perfección.

“Os ruego que no dejéis de comunicarme cómo os encontráis, pues me causa gran placer, y principalmente cuando me decís que se agita y se mueve. Os prometo, amor mío, que no puede haber mayor felicidad que la que me habéis dado con vuestra carta, y os ruego que continuéis… Os aseguro, querida mía, que en cuanto se deshaga el campamento no dejaré de ir a vuestro encuentro con mayor devoción que nunca…”.  Carta de Antonio de Bourbon a su esposa Juana de Albret.

Enrique II de Nabarra instó a su hija la princesa de Biana para que acudiera a parir a Pau; era mediado el mes de noviembre. Juana de Nabarra se encontraba en Compiègne visitando a su amiga la señora de Agramont Helena de Clemont-Gallerande, para ver al hijo de ésta y Antonio de Agramont, de nombre Filiberto de Agramont conde de Guiche. Por ello, de forma presta, remitió una carta a su esposo, donde le indicó los deseos de su padre y su intención de atenderlos. Como siempre, Antonio de Bourbon contestó rápido a Juana de Albret, diciéndole que le parecía bien, conocedor del temperamento fuerte y firme de su esposa, pero por supuesto entre nuevas muestras de amor hacia ella y hacia el futuro bebé.

Tras un viaje de dos semanas, la princesa de Biana entraba en Pau, ante la mirada ilusionada de los nabarros y especialmente de su padre Enrique II de Nabarra. Trece días después, ya con su marido el duque de Vendôme en la Corte de Nabarra, Juana de Albret parió nuevamente un hijo varón, como deseaba su padre el rey de Nabarra. Éste, rápidamente tras entregarle la partera a su nieto, lo bautizó al estilo pirenaico con matices bearneses, muy común en las tierras del Estado de Nabarra, frotándole los labios con un diente de ajo y haciéndole oler una copa de vino, pues según la tradición eso prevenía de la enfermedad.

Juana de Albret y Antonio de Bourbon bautizaron a su bebe el día de los Reyes Magos al año siguiente, dándole de nuevo el nombre Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret. Para este bautizo se hizo expresamente una pila bautismal de plata dorada sobre la cual fue rociado con agua bendita en la capilla del castillo de Pau. Sus padrinos fueron Enrique II de Francia y Enrique II de Navarra, que le dieron su nombre; por su parte las madrinas fueron la reina de Francia Catalina de Medici junto a la princesa de Nabarra y la vizcondesa viuda de Rohan Isabel de Albret.

Pero los reyes de Francia no acudieron al bautismo de Enrique de Albret y Bourbon, siendo designados entonces el obispo de Lescar como representante del rey francés y la señora de Andounis como la representante de la reina de Francia durante el culto religioso, ya que los reyes de Francia se quedaron en Paris al estar apuntito de parir la reina Catalina de Medici.

La ceremonia católica con toda su parafernalia, fue llevada a cabo por Carlos de Bourbon, cardenal de Armagnac, arzobispo de Rouen, obispo de Nevers y teniente general del gobierno de Paris. También era el hermano pequeño de Antonio de Bourbon.

Pasadas las celebraciones tras el bautismo de Enrique de Bourbon y Albret, el rey de Nabarra no quería en primer lugar que su nieto fuera llevado más allá de las fronteras del Estado de Nabarra, algo que entendieron y aceptaron de buen grado tanto la princesa de Biana como su marido el duque de Vendôme.

El regio abuelo tampoco quería que se alimentase con delicadeza a su nieto Enrique, como se acostumbra alimentar a las gentes de categoría, sabiendo bien que en un cuerpo blando y delicado no se aloja ordinariamente más que un alma débil y rancia. También prohibió que se le vistiese ricamente y que se le mimase con pequeñeces; que no se adulase, que no se le tratase de príncipe, porque todas estas cosas no hacen más que aumentar la vanidad y educan el corazón de los niños más bien en el orgullo que en los sentimientos de la generosidad. Ordenó por tanto que se le vistiese y alimentase como a los demás niños del País y también que se le acostumbraría a la fatiga mediante el trabajo duro y que, para darle un temple a ese joven cuerpo para hacerle más duro y más robusto.
Por ello, inicialmente, Juana de Albret junto a su hijo se instaló en el castillo de Coarraze, perteneciente a los barones de Moissans Susana de Bourbon-Busset y Juan de Albret gobernador y teniente general del Reino de Nabarra. Por su parte el duque de Vendôme marchó a sus posesiones en suelo francés.

PARTE 5ª: Reyes de Nabarra, muerte y vida

Antonio de Bourbon aprovechó su estancia en su ducado de Vendôme, para acercarse a la Corte francesa en el verano de ese año y hablar de asuntos políticos con su amigo el rey de Francia. Ya por entonces y a través de las cartas que le enviaba su amada esposa Juana de Albret, conocía la delicada salud del rey de Nabarra. De dichas conversación sacó en claro una alianza con el rey de Francia, una vez que fuera titulado rey de Nabarra, título que obtendría tras el fallecimiento de Enrique II de Nabarra. Pero sería por jure uxoris o lo que es lo mismo, por ser el consorte o esposo de la reina titular. El objetivo de esa alianza no era otro más que la recuperación de todas las tierras surpirenaicas que son del Estado de Nabarra, que están ocupadas y sometidas militarmente en su totalidad y de forma ilegítima por los españoles desde el año 1524, tras la rendición nabarra en Hondarribia.

Así pues, Antonio de Bourbon se reunió en otoño de ese año con su amada esposa Juana de Albret en el castillo-palacio de Pau. El duque de Vendôme había conseguido tener una buena relación con su suegro el rey de Nabarra, el cual tras su rechazo inicial y sus exigencias, le había tendido su amistad y sus inquietudes nacionales nabarras.

A inicios del año 1555 y estando todavía con vida el rey Enrique II de Nabarra, una embarazada Juana de Albret y Antonio de Bourbon fueron coronados en el castillo-palacio de Pau, asumiendo desde ese instante, ambos, la gobernación del Estado de Nabarra. La coronación fue solemne, estando los nobles más importantes del Reino en la misma, destacando la presencia de sus amigos los señores de Agramont. Tras ella, los nuevos reyes de Nabarra salieron a la balconada y fueron vitoreados, entre grandes muestras de afecto y júbilo, por el pueblo nabarro.

Tras ello, el rey de Nabarra se reunió con el señor de Agramont para hablar de política, concretando con éste una acción diplomática, Esta fue enviar a la Santa Sede de Roma a un embajador. El elegido es el cortesano eclesiástico católico y escritor Pedro Labrit-Albret de Nabarra, hombre de gran experiencia en dichos asuntos, que estaba hasta ese instante realizando las mismas funciones para el anterior rey de Nabarra en la Corte española. Mientras que por otro lado, Juana se reunió de forma más informal con su amiga Helena, poniéndose al día de sus cosicas, tras saludarse cariñosamente con dos bellas sonrisas.

Por otro lado, coincidiendo con la coronación de los reyes de Nabarra, Enrique II de Francia nombró a Antonio de Bourbon, gobernador y almirante de la Guyena. Dicho nombramiento fue para recordarle al duque de Vendôme su condición de súbdito francés y que era vasallo suyo, por lo cual, el Reino de Nabarra debía estar supeditado al Reino de Francia.

Enrique II de Nabarra murió en la primavera del año 1555 en el castillo de Hagetmau donde había ido a descansar de la vorágine política de la Corte de Pau. Sus funerales se celebraron con una pompa extraordinaria y acudieron las más ilustres personalidades de los Estados de Nabarra y de Francia. Asistieron los cardenales Bourbon, de Foix, de Armagnac; los arzobispos de Narbona, de Auch y de Bordele-Bordeaux, además de 22 obispos y de todo el clero secular, junto a los monjes de todas las abadías y las diferentes órdenes religiosas existentes en las tierras del independiente Reino de Nabarra, precediendo todos ellos a la carroza fúnebre.

El duelo fue presidido y comandado por Antonio de Bourbon, ya como rey (consorte) de Nabarra, el cual iba a pie, con la cabeza descubierta, acompañado de su consejo privado, de los consejeros de los soberanos del Reino de Nabarra, de la gran mayoría de la nobleza de los Reinos de Nabarra y de Francia, además de un inmenso público nabarro. La reina Juana III de Nabarra no acudió al estar nuevamente embarazada de casi nueve meses.

Este enterramiento era de carácter provisional, ya que Enrique II de Nabarra dejó ordenado en su testamento que su cuerpo debía ser llevado a Iruinea-Pamplona para ser enterrado con sus antepasados y que, mientras tanto, fuese depositado en la iglesia catedral de Lescar. Dicho testamento se lo tomo el nuevo rey de Nabarra como una orden para recuperar las tierras ocupadas ilegítimamente por las tropas españoles.

A los pocos días de las pompas fúnebres, la reina Juana III de Nabarra parió de nuevo un niño barón, al cual llamaron Luis Carlos de Bourbon-Nabarra y Albret, príncipe de Nabarra y conde de Marles.

PARTE 6ª: Proyectos patrióticos e intereses religiosos

Los propios reyes de Nabarra se repartieron las tareas. Antonio de Nabarra se encargaría de liberar del yugo español las tierras y gentes nabarras sometidas militarmente por los colonizadores militares españoles. A su vez, la reina Juana III de Nabarra se encargaría de la gobernación del Reino.

La primera acción que tomaron juntos, Juana III de Nabarra y Antonio de Nabarra, fue la formación un ejército de 2000 hombres, con el señor de Agramont como segundo de mando. Montaron el campamento en la frontera con la selva del Irati. El rey de Nabarra envió emisarios a la Corte de Francia, cuyo rey solo envió escusas al rey de Nabarra rompiendo su promesa de alianza. Así pues, el ejército nabarro se tuvo que disolver, volviendo los señores a sus feudos y la soldadesca a sus casas.

Pero antes de volver al castillo-palacio de Pau, Juana III de Nabarra, Antonio de Nabarra, junto a cuarto señores del Reino Pirenaico y sus respectivas escoltas, se acercaron a la frontera e intentaron pasar a la Nabarra ocupada por los españoles. Unas tropas fronterizas españolas les impidieron visitar la Nabarra ocupada. La idea de Juana III de Nabarra era visitar la Catedral de Iruinea-Pamplona y otros lugares, para depositar unas flores en las tumbas de los reyes nabarros anteriores a ella o antepasados.

Por otro lado, la idea de la reina Juana III de Nabarra era la de modernizar todos los ámbitos del Reino, ya sean estos políticos, eclesiásticos, económicos… incluso tenía pensado pavimentar las calles de pueblos y ciudades, la modernización de los castillos, además de poner en marcha leyes como contra la prostitución, por ejemplo. Así por ejemplo permitió a predicadores reformistas o protestantes, realizar su culto por las calles de Pau, asistiendo tanto ella como su marido a su primer culto reformado ese mismo año 1555.

Juana III de Nabarra mira con buenos ojos la Reforma cristiana, haciéndoselo saber al vizconde de Gourdon-Gordon mediante una carta; pero junto a su esposo y como reyes de Nabarra, continúan adheridos a la iglesia católica de Roma, más por interés político que por creencia religiosa o mejor dicho, que por aceptación de la corrupta curia romana.

“La predicación está abierta en público, las calles resuenan al cantar de los salmos y los libros religiosos se venden libre y abiertamente en Nabarra”. Palabras de un ministro reformado de la iglesia de Ginebra, sobre la libertad encontrada en el Reino de Nabarra.

Estando la reina de Nabarra nuevamente preñada, Antonio de Nabarra partió hacia la Corte francesa para obtener la reafirmación de la alianza nabarro-francesa contra el Reino de España. Pero Enrique II de Francia se muestra otra vez totalmente reacio y en cambio, le ofrece abundantes territorios franceses a cambio del vizcondado del Bearne perteneciente al Reino de Nabarra. Antonio  de Nabarra no se atreve a rechazar abiertamente la propuesta sin conocer la opinión de su esposa Juana III de Nabarra, por lo que le envía la propuesta mediante un mensajero. La contestación de la reina de Nabarra fue firme, corta y seca… “¡No!”.

El rey de Francia como represalia a la negativa de la reina de Nabarra, quitó la gobernación de la Guyena al duque de Vendôme por priorizar su condición de rey consorte de Nabarra a la de vasallo suyo. Antes de partir hacia el Reino de Nabarra, Antonio de Nabarra visitó los tribunales de Paris, para resolver varios asuntos. Entre ellos se incluía la partición de la herencia del ducado de Alençon con su cuñado el duque de Nevers Francisco de Cleves.

Tras ello Antonio de Nabarra partió de nuevo a la Corte de Pau, con la intención de buscar una nueva alianza; esta vez con una idea más que extravagante que posible, por no decir totalmente excéntrica y desequilibrada. Esta idea era atacar al Reino de España por dos frente, para ello pretendía aliarse con el rey musulmán de Marruecos, quien invadiría la Península Ibérica con apoyo nabarro para recuperar para el Islam Al-Andalus, mientras el rey de Nabarra liberaría con la ayuda musulmana la Nabarra surpirenaica. Pero a su regreso a la Corte de Nabarra, las atenciones del rey se centraron una vez más en su amada esposa Juana III de Nabarra; tras ello, procedió a enviar una embajada nabarra con su propuesta al norte de África.

PARTE 7ª: El  clamor del Pueblo nabarro como medicina

Los reyes de Nabarra tuvieron a inicios del año 1556 a su primera hija. Le pusieron de nombre Magdalena de Bourbon-Nabarra y Albret. Este nacimiento lo recibieron con gran ilusión, pero a los pocos días murió la infanta de Nabarra debido a unas fiebres que padecía desde el mismo día del parto.

Pese al duro traspié familiar que supuso la muerte de su primera hija, los reyes de Nabarra se sobrepusieron. Habían conseguido en apenas un año de Gobierno, que el Pueblo de Nabarra pasara menos dificultades que en épocas anteriores, juntado a que no había persecuciones religiosas, además de conseguir que la esclavitud sexual femenina estuviera en ese plazo casi erradicada en su totalidad, en todas las tierras del independiente Reino de Nabarra.

Por ello el Pueblo de la Nabarra libre se encontraba esperanzado y con enormes ganas de mostrar su apoyo público a los reyes de Nabarra; especialmente las muestras de apoyo y cariño tenían como destinataria a su gobernadora, la reina Juana III de Nabarra.

La embajada enviada por Antonio de Nabarra al norte de África volvió de vacío. Su esposa Juana III de Nabarra le pidió a su marido que se dejase de buscar alianzas imposibles, indicándole que se debían esperar mejores tiempos e incluso otras vías más viables, señalándole especialmente la búsqueda de opciones diplomáticas, para con ellas poder liberar a los nabarros surpirenaicos de su esclavitud, los cuales estaban sometidos y sojuzgados por los españoles.

Por otro lado, el rey de Francia realizó una propuesta mediante correo diplomático. Dicha proposición giraba en torno a un contrato matrimonial para el príncipe de Biana, siendo su hija Margarita de Valois-Orleans-Angulema princesa de Francia, de la misma edad que Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret, presentada como candidata para dicho enlace a los reyes de Nabarra. Éstos no rechazaron directamente la propuesta del rey francés, sino que le instaron a dejarla aparcada y analizarla de nuevo en un futuro no muy lejano.

Ya en el verano del año 1556, con el Estado Pirenaico floreciendo gracias a la gran labor de Juana III de Nabarra, el rey y la reina de Nabarra se centraron plenamente en el Pueblo nabarro. Por ello visitaron entre otras ciudades, villas y pueblos, Donibane Garazi. Allí fueron recibidos por todos sus habitantes de marera ilusionada, alegre y gozosa, estando todas las puertas de la ciudad abierta. Tras ello visitaron Salvatierra del Bearne-Biarno, donde los notables de la ciudad, al igual que habían hecho antes los de Donibane Garazi,  les entregaron las llaves de la ciudad; las jóvenes del lugar, joviales y sonrientes, les horraron con hermosas flores.

Durante estas visitas, los reyes de Nabarra juraron uno por uno los diverso Fueros de los pueblos, villas y ciudades. Y estos rindieron homenaje a Juana III de Nabarra y Antonio de Nabarra, jurándoles lealtad. Fue una constante durante todo este viaje la mezcla de asuntos oficiales con festejos populares.

En todos los lugares que visitaron se presentaron a los reyes de Nabarra las diversas costumbres del País, propias de cada término o lugar. Este folclore les proporcionó mucha satisfacción y también un gran entretenimiento, gozando del mismo los reyes, los nobles, los funcionarios e indudablemente el Pueblo libre del Estado de Nabarra. Incluso la reina de Nabarra, demostró su conocimiento de las costumbres vasconas-pirenaicas, junto a su compromiso político con el Pueblo de Nabarra. Por ello se mezcló con los diferentes grupos de danzantes de la Nación, que se habían reunido y bailaban en su honor, allá por donde pasaban. Juana III de Nabarra bailó las diferentes danzas cual andereino dantzari.

PARTE 8ª: La guerra, el maldito caballo y los hugonotes

Los reyes de Nabarra permanecieron hasta agosto del año 1557 en la Corte de Pau, atendiendo principalmente los importantes asuntos existentes en el Reino de Nabarra y contestando a diversas cartas diplomáticas. Juana III de Nabarra también aprovechó para visitar a su hijo Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret en el castillo de Coarraze, viendo como este comenzaba a compaginar, de forma hábil, sus estudios con las labores propias de los campesinos de los alrededores.

El rey de Francia envió una carta al rey de Nabarra ese mismo mes. Pero no lo hacía por ser Antonio de Bourbon el rey de Nabarra, sino por ser su súbdito como duque de Vendôme y gobernador de la región de Picardia. El asunto que tenía la misma era la invasión militar de dicha región francesa por tropas españolas provenientes de los Países Bajos. Así pues, el rey de Nabarra pero en calidad de duque de Vendôme, preparó su partida hacia dicha comarca tras enviar un correo urgente a su joven hermano el príncipe de Conde Luis de Bourbon, sabedor de que debía de estar en el frente por sus obligaciones.

Tras un par de días de preparación, el duque de Vendôme partió con su habitual séquito de militares franceses. En un carromato le acompañó su esposa Juana III de Nabarra, la cual llevó a su hijo Luis Carlos de Bourbon-Nabarra y Albret, de escasos dos años, junto a su ama de llaves y/o aya del principito, al cual no quería dejar solo tras lo ocurrido con su primogénito el duque de Beaumont. La presencia de la reina de Nabarra en esta expedición era estaba justificada, al estar debida a que habían concretado los reyes de Nabarra y duques de Vendôme instalarse en el castillo de Gaillon, perteneciente al patrimonio de la Juana de Albret por herencia materna.

Para cuando llegaron los franceses habían sufrido una espectacular y colosal derrota en San Quintín, como les informó el príncipe de Conde a su llegada al castillo de Gaillon donde les esperaba tras conseguir escapar ileso del empuje español. Antonio y su hermano Luis conversaron durante varios días. No solo de temas políticos del Reino de Francia, sino también de la Reforma, a la cual pertenecía ya el príncipe de Condé. A estas últimas charlas prestó gran atención Juana, pero sin llegar a participar de las mismas.

En un día soleado, mientras se llevaban a cabo las preparaciones del viaje acordado a la ciudad de la luz, Paris, donde había una concentración de hugonotes, la aya del joven Luis Carlos de Bourbon-Nabarra y Albret, sacó a este de la casa. En ese instante pasaba el mozo de cuadras con el más dócil de todos los jamelgos. Tras departir de ello con el mozo y ante la atenta mirada de la reina Juana III de Nabarra desde un balcón, quien dio su permiso, montó al joven principito sobre el caballo. Pero la mala fortuna hizo que a un soldado francés se le disparara el arcabuz, asustando al jaco. Este tiró al suelo al lozano príncipe al no estar fuertemente sujeto por la aya. Cayó al suelo el infante de Nabarra siendo pisoteado por el penco hasta la muerte. Los gritos de dolor de la reina de Nabarra, que estaba nuevamente embarazada, fueron colosales y llenos de congojo.

Así pues el viaje a Paris se retrasó unos día para enterrar el cuerpo inanimado del infante de Nabarra. Esto se llevó a cabo en la iglesia de Nuestra Señora de Alençon.

Ya en Paris, los hermanos Bourbon y Juana III de Nabarra se instalaron en la Corte francesa. Mientras el rey francés recibía al duque de Vendôme y al príncipe de Condé para dialogar sobre política francesa, la reina de Nabarra permaneció encerrada en sus dependencias debido a su enorme tristeza. Finalmente, su esposo y su cuñado se reunieron con ella y decidieron acudir a un culto reformista, el cual iba a tener lugar en la misma Corte parisina.

Tras el culto protestante los reyes continuaron siendo católicos. Esto no les impidió acudir varias veces a dichos cultos, hasta que un día cientos de hugonotes fueron apresados en las calles de Paris. El rey de Francia obligó a mirar desde una ventana a los “católicos” reyes de Nabarra y al protestante príncipe de Conde, como todos esos hugonotes eran torturados y asesinados. Los reyes de Nabarra decidieron en ese preciso instante, abandonar lo antes posible la fanática Corte francesa situada en la sangrienta ciudad de Paris.

PARTE 9ª: Ensueño en  la diplomacia internacional

Los reyes de Nabarra llegaron a Pau conmocionados de su viaje por tierras francesas. Las noticias de la brutalidad de la guerra en la comarca de Picardia, la nefasta muerte de uno de sus hijos en un accidente equino y la masacre de hugonotes por parte de los católicos en Paris, se marcaron sólidamente en ellos. Realmente en ese viaje solo tuvieron una alegría.

Esta alegría fue el nacimiento de la Catalina de Bourbon-Nabarra y Albret princesa de Nabarra y duquesa de Albret el cual tuvo lugar en la ciudad de la luz. Además con su retorno a casa y a la vuelta al trabajo obligado por su condición de monarcas, junto especialmente a la tranquilidad y armonía reinante en el Estado de Nabarra, poliki poliki, fueron volviendo a la normalidad.

A los pocos días de haberse asentado en la Corte de Pau, Juana III de Nabarra tomó la decisión de que un pastor calvinista se uniera a la educación de príncipe de Biana. Una decisión muy meditada durante el viaje de regreso al Reino de Nabarra, en la cual vio más pros que contras.
El rey de Nabarra y el príncipe de Biana acudieron en abril a la boda del niño-príncipe francés Carlos de Valois-Orleans-Angulema con la niña-reina de Escocia María Estuardo. Dicha ceremonia se celebró en Nuestra Señor de Paris.  Allí al príncipe de Biana se le presento a la princesa de Francia Margarita de Valois-Orleans-Angulema, ambos también niños, pero de cuatro años. Sus respectivos padres, el rey de Nabarra y el rey de Francia, prorrogaron la posibilidad de llevarse a cabo un contrato matrimonial para ambos.

De nuevo de vuelta en la Corte de Pau, Antonio de Nabarra comenzó a preocuparse en serio al fin, de buscar diversas vías diplomáticas, mediante las cuales poder cumplir su palabra dada a su esposa años atrás. Dicha promesa era la de liberar la nabarra surpirenaica sometida por los españoles. No era tarea fácil, ya que la guerra en la que estaban inversos los Reinos de España y Francia, dificultaba en grado cualquier intento diplomático al respecto, ya que los gobernantes de dichos Reinos solo negociaban para su propio beneficio.

En otoño del año 1558, Pedro Labrit-Albret de Nabarra, apareció en la Corte de Pau sin haber logrado ningún acuerdo beneficioso para la causa nabarra, tras tres años de estancia en la Sede Pontificia de Roma gobernada por Paulo IV. Eso sí, informó al rey de Nabarra que en la biblioteca del Vaticano no estaban las Bulas papales con las cuales los españoles, esgrimiéndolas cuales espadas, justificaban la invasión militar del Reino de Nabarra acaecida en el año 1512.

Antonio de Nabarra intentó que Juana III de Nabarra diera su consentimiento como reina titular, para que fuera su hermano el cardenal Carlos de Bourbon, quien tomara las riendas en este asunto. Pero la reina de Nabarra confiaba plenamente en su tío Pedro Labrit-Albret de Nabarra en este asunto, pese a que este era un supuesto amigo de los españoles, como algunas lenguas interesadas decían en la Corte de Nabarra. Aun así, permitió que el cardenal francés estudiase el asunto en los parámetros legislativos de la iglesia católica de Roma, como la intención de que sirvieran de base para una demanda nabarra a presentar en la Santa Sede del emperador de Roma, llegado el caso.

En la primavera del año 1559, el rey de Nabarra se adhirió a la Reforma alentado por Calvino y guiado por el pastor Simón Brossier, eligiendo el día de Pascua para tomar por primera vez la Cena del Señor en un servicio religioso. Dicho acto fue presidido por el pastor Guillermo Barbaste, tutor del príncipe de Biana, en la iglesia de San Martin de Pau. La reina de Nabarra asistió al culto, pero permaneció adherida a la Curia Romana.

El diplomático nabarro Pedro Labrit-Albret de Nabarra se presentó a mediados del año 1559 en Bruselas ante el rey Felipe II de España, con una nueva misión diplomática por orden de Antonio de Nabarra. Dicha embajada se suponía que era personal, pues estaba llevada a cabo bajo el pretexto de reivindicar sus derechos sobre el monasterio de Orreaga-Roncesvalles, del cual era su legítimo prior.

Felipe II de España rehusó reconocer a Pedro Labrit-Albret de Nabarra como titular del monasterio de Orreaga-Roncesvalles, esgrimiendo la excusa de que no habitaba en él. Algo imposible ya que el cargo estaba ocupado por el español Antonio Manrique, quien había sido nombrado por el emperador Carlos I de España y V de Alemania. Le propuso diversas compensaciones en reiteradas ocasiones, pero el rey de España nunca cumplió con su palabra.

Por otro lado, el rey de los españoles demoró el tema de la restitución de lo “robado”, es decir, las tierras nabarras del sur del Pirineo ocupadas y sometidas por los españoles tras continuadas invasiones violentas e ilegales. Felipe II de España aplazó la respuesta hasta su regreso a Toledo, sacando como una excusa muy maleada por la Casa de Habsburgo. Esta consistía en la necesidad de consultar “el negocio” con los ministros españoles.

Pedro Labrit-Albret de Nabarra acompaño al rey de los españoles a Toledo capital del Reino de España. Felipe II de España celebró Cortes y tras ellas nuevamente dio largas en lo relacionado con la causa nabarra, entreteniendo al diplomático nabarro con buenas palabras. La estancia del estellés en Toledo se prolongó varios meses, hasta que a finales de ese año, Antonio de Nabarra lo llamó a Donibane Garazi para que le informara. Tras la obligada reunión, el rey de Nabarra le entregó una carta para el rey de España.

Pero mientras el rey de Nabarra buscaba una vía diplomática, el rey español volvía a la guerra. El militar y espía español Pedro Fernández de Gamboa requirió permiso obligado de su rey Felipe II de España, para invadir la Nabarra libre. El principal objetivo militar español era secuestrar al rey de Nabarra y someter la ciudad de Baiona-Bayonne, para después entregarlos al rey de España. Pero fue descubierto por el propio Antonio de Nabarra, quien capturó al espía y militar español. Éste fue encarcelado y posteriormente juzgado en tribunal nabarro de Baiona-Bayonne, donde recibió una sentencia rápida, siendo condenado a morir ahorcado antes de junio del año 1560.

Felipe II de España aprovechó el juicio a su subordinado del cual se desmarcó y buscó con ello esconder su implicación en el asunto del secuestro del rey de Nabarra. A continuación aprovechó la ocasión para expulsar al embajador Pedro Labrit-Albret de Nabarra de la Corte española.

PARTE 10ª: La sombra brillante de una espada afilada

Tras encarcelar al agente español, Antonio de Nabarra partió con presteza hacia el norte de Francia. Tras la muerte de Enrique II de Francia el equilibrio político se había visto afectado. El nuevo rey Francisco II de Francia era menor de edad y la regencia recayó en su madre Catalina de Medici, pero su inexperiencia fue aprovechada por el duque Francisco de Lorena-Guisa y por su hermano Carlos de Lorena-Guisa, tíos de la joven esposa del rey de Francia y reina de Escocia María Estuardo, para hacerse con el poder. Ambos eran fanáticos católicos y enemigos tenaces de la Reforma, personificada en el Reino de Francia en los hugonotes, los cuales se mostraron intransigentes. El partido hugonote estaba encabezado por el príncipe de Condé y el duque de Vendôme.

El primer día del mes de febrero los hermanos se reunieron en Nantes con otro líder hugonote, el almirante Gaspar de Coligny-Chantillon, al cual le mostraron la conjura preparada por el noble Jean du Barry. Pero el nuevo líder hugonote rechaza cualquier acto de violencia y se retira a sus posesiones. Además, debido a su gran influencia, impidió que la nobleza protestante de la Normandia se uniese al complot que pretendía secuestrar al rey de Francia.

Los conspiradores hugonotes prepararon el golpe para el primer día de marzo, pero tuvieron que retrasarlo hasta mediados de mes, al ser trasladado Francisco II de Francia del castillo de Blois al castillo de Amboise. Pero antes de que pudieran llevarlo a cabo, los hermanos de la Casa de Lorena-Guisa, enviaron a sus caballeros a registrar las cercanías de Amboise, deteniendo conspiradores hugonotes durante seis días. Al día siguiente son ejecutados los primeros hugonotes, la mayoría ahorcados en sus propios castillos, otros fueron ahogados en el Loira. Cuando detuvieron a Jean du Barry lo descuartizaron, poniendo sus miembros repartidos por toda la ciudad.

También fueron detenidos el príncipe de Condé y el duque de Vendôme. El estatus de príncipes de sangre obligaba a que debieran ser juzgados por el Tribunal de los Pares de Francia. Y en caso de que dicho Tribunal dictara sentencia de culpabilidad, el  ajusticiamiento estaba obligado a ser más “benévolo” que el ahorcamiento, el ahogamiento en agua o el descuartizamiento, ya que las leyes francesas estipulaban que los príncipes de sangre debían ser decapitados con espada.

Enrique de Boubon-Condé fue puesto en libertad a la semana siguiente, pero ese no fue el destino Antonio de Nabarra, quien permaneció encarcelado a espera de ser llevado ante el Tribunal de los Pares de Francia.

Juana III de Nabarra sin tener conocimiento de lo que ocurría al norte de Francia, seguía gobernando el Estado de Nabarra. En marzo de ese año promulgó un Edicto que instaba a los obispos católicos a controlar y castigar a sacerdotes y monjas. En el mismo también, prohibía a los pastores calvinistas la predicación del culto sin estar autorizados por dichos obispos.

Pero tan pronto llegaron las noticias a la Corte de Pau, Juana III de Nabarra partió a la odiosa Corte de Paris. Su apresurado viaje era precedido por un mensajero. Éste llevaba una carta a la reina madre de Francia Catalina de Medici, pidiéndole benevolencia para su marido dada su condición de rey de Nabarra.

Pero la reina madre de Francia ya había intercedido por Antonio de Nabarra ante el Tribunal francés. Sobre el duque de Vendôme todavía se percibía la sombra brillante de una espada afilada. Catalina de Medici consiguió que fuera trasladado a la Corte de Paris, donde sería vigilado y sufriría el arresto en una dependencia acorde a su condición de príncipe de sangre. Pero no era un acto de bondad, ya que Catalina de Medici tenía la intención de arrastrar al duque de Vendôme a su causa, que no era otra más que la de sus hijos, para contrarrestar con ello el poder que habían conseguido los hermanos Lorena-Guisa.

PARTE 11ª: La traición de Antonio y la ira de Juana

Catalina de Medici conocía bastante bien a los reyes de Nabarra. En primero lugar conoció la faceta de mujeriego de Antonio de Bourbon, cuando este aún no se había relacionado con Juana de Albret. Le sorprendió y mucho el abandono de las faldas que hizo el duque de Vendôme tras su primer contacto secreto con la por entonces princesa de Biana. Esto le decía mucho del fuerte carácter de la nabarra, pues el duque de Vendôme siempre se había mostrado como un hombre débil y fácilmente manejable al enloquecer por cualquier falda.

Ya cuando se rumiaba en la corte de Paris un posible matrimonio entre ambos, Catalina de Medici, desde la sombra ya que su esposo estaba siempre en los actos oficiales junto a su amante, vio la única debilidad existente en la nabarra. Esta era su sincero y puro amor por Antonio, junto a unos celos reprimidos en público, pero latentes para ella. La propia Catalina de Medici los disimuló durante largos años, vengándose con gran saña de la amante de su esposo tras la muerte accidental del rey de Francia.

La reina madre de Francia tenía una dama de compañía que había mostrado en varias ocasiones sus dotes de seducción. Sabedora de que la única forma de atraer a su bando al duque de Vendôme era romper su estable y hasta la fecha leal relación con la reina de Nabarra, encarga a dicha dama de nombre Luisa de La Béraudière de Rouhet, la misión de acostarse con Antonio de Nabarra, pero solo después de que entre Juana III de Nabarra en la Corte de Paris.

La idea no le disgustó a la dama de Catalina de Medici, ya que Antonio de Bourbon seguía siendo un hombre apuesto, guapo y atleta, al cual se le reconocía por su valentía en el campo de batalla. Así pues, la belle Rouhet comenzó a utilizar sus diversas armas seductoras con el duque de Vendôme, el cual inicialmente muestra resistencia a los encantos de Luisa de La Béraudière de Rouhet, rechazándola en varias ocasiones. Pero la misión que le había dado la reina madre de Francia no asustaba a la joven cortesana. Era perseverante y no abandonaba la compañía de Antonio de Nabarra, agasajándolo con cumplidos, piropos, riendo sus chistes y dejando continuamente entrever sus maravillosos encantos femeninos.

Es entonces, en ese contexto, cuando Juana III de Nabarra llegó a la Corte de Paris con un pequeño séquito y su escolta nabarra. Rápidamente fue a ver a su marido y se lo encontró fornicando con la dama y amiga de Catalina de Medici. La reina de Nabarra no dijo nada, solo desapareció la bella sonrisa de su cara blanquecina. Así pues, seria y enfadada, pero con sobriedad y firmeza, sin mostrar cualquier signo de irritación, dio media vuelta e indicó a su séquito y escolta que volvían al Reino de Nabarra de este modo: “¡Volvemos a Nabarra! ¡Antonio no me necesita!

En menos de una hora la reina de Nabarra salía de Paris por la misma puerta, e igual de esbelta que cuando entró. Su imagen no dejaba ver el dolor que tenía en su corazón, el cual se iba rompiendo más y más al recordar de manera continuada aquellas palabras que en su día le había agasajado Antonio. Se sentía colosalmente traicionada y también profundamente humillada. Conforme hacían quilómetros esos sentimientos se iban transformando en rabia e ira.
(…) “tú y yo, mi señora, tú y yo” “tú y yo, mi señora, tú y yo” “tú y yo, mi señora, tú y yo”… retumbaba una y otra vez con la tonalidad vocal de Antonio de Bourbon, en la mente dolorida de Juana III de Nabarra mientras salía de Paris.

Recordó también su lucha desde niña contra las imposiciones de la época por ser sencillamente una mujer de pensamiento libre. Ella,  defensora del amor había sido traicionada por su amado. No lo entendía. “¿Cuántas veces lo habrá hecho?” Se preguntó a sí misma la reina de los nabarros.

Juana cabalgaba sería, pero no enfurruñada. No hablaba con sus acompañantes y estos, entre temerosos y respetuosos, no hablaban con ella. Entonces llegaron a Vendôme, feudo de su esposo Antonio. Juana desató su ira. Paró la marcha y ordenó a su escolta que saquearan, destrozaran y quemaran la iglesia-colegio, los cuales cumplieron las órdenes de la reina de Nabarra sin rechistar.

Este no fue un acto incentivado o movido por el fanatismo de unas creencias religiosas, sino que en verdad fue un acto de gran ira debido a un enorme desamor.

Esta acción brutal a la par de simbólica, la realizó Juana para hacer entender a Antonio que su amor había terminado. En dicha iglesia yacía el cuerpo del primogénito de ambos, el duque de Beaumont, que había muerto a la edad de dos años.

En su día, Juana se negó a atender una petición de su padre Enrique II de Nabarra. Dicha postulación era simple y correcta a la vez, a la par de sencilla. El niño o la niña, debía nacer en el Estado Pirenaico por su condición de primogénito o primogénita de la heredera al trono de Nabarra, lo que le convertía en el segundo en la línea de sucesión tras su madre. Y la negativa de Juana al rey de Nabarra fue naturalmente por amor, atendiendo y anteponiendo entonces la petición y el deseo de su Antonio, antes que cumplir las órdenes de su padre el rey de Nabarra. Así pues, la destrucción de la iglesia-colegio de Vendôme en realidad fue para Juana, la destrucción de la mayor muestra de amor que había realizado ella a Antonio.


Juana III de Nabarra tras descargar su furia con dicho acto vandálico, con una simbología clara de lo que para ella era el desamor, dio por finalizada para sí misma y para siempre, su relación conyugal con Antonio. Entonces, más relajada, marchó sin remordimiento alguno hacia el Estado de Nabarra, sin parar ni para dar de beber a los caballos.

PARTE 12ª: Nada de amor, solo política

Para cuando Antonio de Nabarra fue informado, la reina de Nabarra ya se encontraba en la Corte de Pau. La notificación de lo sucedido en Vendôme a Antonio de Bourbon fue intencionadamente retardada por Catalina de Medici, quien intencionadamente había ordenado que cualquier mensaje o carta que tuviera como destinatario el duque de Vendôme, debía pasar antes por ella.

Antonio ni siquiera había intuido que Juana había presenciado su traición. Pasó toda la noche con la cortesana parisina y no salió de la alcoba hasta las 12 de la mañana del día siguiente. Por el contrario, la noticia del saqueo e incendio de la iglesia-colegio de Vendôme había llegado a la Corte de Paris sobre las 4 de la mañana. Tras conocer la noticia de mismísima boca de Catalina de Medici, Antonio de Bourbon montó en cólera y exclamó iracundo: “¡Me divorcio y la meto en un convento!”.

A pesar que Catalina de Medici se sentía victoriosa, calmó al duque de Vendôme, ya que si este se divorciaba dejaba de ser rey de Nabarra, e incluso, sabiendo ella que Juana era mucha Juana, el que podría acabar en un monasterio era realmente el propio Antonio. Así pues, sin ninguna muestra de arrepentimiento por parte del duque de Vendôme, éste se volvió a encerrar en sus aposentos junto a la lozana cortesana Luisa de La Béraudière de Rouhet, a la cual ya se le empezó a conocer como la amante del duque Antonio de Bourbon; primero en la Corte, después en Paris y finalmente en toda Francia.
A la reina madre de Francia ya no le interesaba prorrogar más la presencia del duque de Vendôme en la Corte de Paris. La posibilidad de un divorcio conllevaría la pérdida casi absoluta de conseguir que el príncipe de Biana fuera a la Corte parisina e incluso que se rechazase a alguna princesa francesa como candidata a un contrato matrimonial y la imposibilidad de tener en su órbita al Reino de Nabarra. Para colmo las noticias que llegaban desde la Corte de Toledo, sobre la posibilidad de llevarse a cabo un contrato matrimonial entre la sobrina del rey de España e hija del archiduque de Austria, Isabel de Habsburgo-Austria y el hijo de la reina de Nabarra, el príncipe de Biana Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret, era muy preocupante para los intereses del Reino de Francia.

Por ello ordenó a su dama y cortesana la belle de Rouhet que se marchará de la Corte tras excusarse con Antonio de Bourbon por un lado. Y por otro, ordenó al Tribunal de pares de Francia que liberara al duque de Vendôme. Para ello realizó una maravillosa actuación en el mismo, ante la presencia del príncipe de Condé y hermano del duque, el cual ya había sido liberado con anterioridad.

Catalina de Medici tras conseguir, o mejor dicho ordenar la libertad para Antonio de Bourbon, se reunió con él y le convenció de que fuera al Reino de Nabarra para reconciliarse con su esposa Juana III de Nabarra y también para que trajera a la Corte de Paris al príncipe de Biana con el pretexto de completar su educación. El duque de Vendôme fue acompañado en dicho viaje por su hermano el príncipe de Condé.

Mientras, en la Corte de Pau, la reina de Nabarra había vuelto a sus obligaciones de gobernadora soberana del Estado de Nabarra. Una de las primeras cosas que realizó fue llamar a su presencia al príncipe de Biana, el cual contaba con siete años. A pesar de su corta edad ya era muy querido en todo el Reino por su gran compromiso con los labradores y campesinos de los alrededores del castillo de Coarraze, pues todos los días, desde el punto de la mañana se unía a ellos en sus labores y trabajos. Además, Juana III de Nabarra acudía regularmente a las predicaciones del pastor calvinista Michelet, junto a su hijo el príncipe de Biana y molinero de Barbaste, como era apodado por el pueblo nabarro.

Pero los más próximos a Juana III de Nabarra notaron un cambio significativo en la Reina de los nabarros. Estaba sería, había perdido su alegría natural y solo sonreía cuando se encontraba junto a sus hijos Enrique y Catalina. Todos se preguntaban qué habría pasado en Paris, pero nadie tenía la valentía de preguntárselo a la propia reina. Ni siquiera su leal y gran amigo el señor de Agramont, aunque este intuyó que la tristeza que desprendía su gran amiga la reina de Nabarra, no era debida a motivo político, sino más bien por razones de amor.

Antonio de Bourbon y su hermano llegaron en julio al pueblo de Mas de Agen, cerca de Nerac, donde coincidieron y se reunieron con Pedro Labrit-Albret de Nabarra, quien también se dirigía a la Corte de Pau.  Este entregó al rey de Nabarra una carta del rey de España, la cual estudiaron, retrasando con ello su viaje, teniendo que pernotar en dicho pueblo. Antes de la media noche la reina de Nabarra fue informada de la inmediata llegada del duque de Vendôme a Pau, prevista para las 12 de la mañana del día siguiente.

Así pues, los hermanos Bourbon y el tío de la reina de Nabarra, entraron en el castillo-palacio de Pau poco antes de las doce; pero la reina de Nabarra no se encontraba en él, siendo los recién llegados informados de que, Juana III de Nabarra se encontraba junto a su hijo escuchando  misa católica en el convento de los agustinos. Prestó se encaminó hacia allí Antonio de Bourbon, entrando en la iglesia con la misa empezada, interrumpiendo con ello  el rito católico. Esto alertó de su presencia a la Reina de Nabarra, situada en un puesto privilegiado en el altar, la cual se levantó y a viva voz dijo: ¡El Duque ha venido al convento de la Reina!

PARTE 13ª: Efímera victoria nabarra en Roma

Lo ocurrido en la capilla del convento de los agustinos fue mucho más que un acto simbólico. Juana III de Nabarra había escogido a la perfección las palabras con las cuales se dirigió a Antonio de Bourbon y también el lugar. Con ellas se reafirmaba y se confirmaba el fin definitivo de su relación matrimonial, a la vez que le indicaba al duque de Vendôme que su convento, queriendo decir el Reino de Nabarra, estaba bajo su gobierno, además al estar junto a la reina de Nabarra su hijo Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret, daba claramente a entender de que la educación del príncipe de Biana la designaba ella, ya sea en el catolicismo o en la Reforma.

Aun así, la reina de Nabarra sabía que necesitaba seguir tratando como rey de Nabarra a Antonio de Bourbon, ya que las negociones que iban a realizar para buscar la restitución de la soberanía nabarra, en las tierras del sur del Pirineo ocupadas y sometidas por los españoles, se iban a desarrollar en la Corte infecta, misógina y machista del Estado Pontificio de Roma, donde era mucho más que mal visto, que una mujer tuviera el gobierno de un Estado y aún más si esta mujer era Juana III de Nabarra, cuya fama de indomable le precedía.

Juana III de Nabarra ordenó a Antonio de Bourbon que fuera él, en su condición de rey consorte de Nabarra, el que firmase los documentos que el diplomático y clérigo católico Pedro Labrit-Albret de Nabarra iba a presentar en la Santa Sede de la Curia romana. Tras ello, Pedro Labrit-Albret de Nabarra partió hacia la Península Itálica, llegando finalmente a la ciudad eterna de Roma en noviembre del año 1560, siendo recibido a los cinco días por el mismísimo emperador de la República Católica y Apostólica de Roma o el papa Pio IV, en audiencia privada. En ella lo primero que comunicó al sumo pontífice lo siguiente:

“(…) del mal que algunos malvados herejes y sediciosos habían querido hacer a la reputación del rey y de la reina de Nabarra, sirviéndose con falso título de su nombre para cubrir sus malvadas opiniones y perversa voluntad. (…)”.

Pero la maquiavélica diplomacia española se puso rápidamente en marcha. Así el ministro y diplomático español Francisco de Vargas, tan pronto tuvo conocimiento de las pretensiones del embajador nabarro, trabajó con todos los medios que tuvo a su alcance para desbaratar las legítimas demandas nabarras.

Francisco de Vargas sostuvo ante el papa que el rey de Navarra era el rey Felipe II de España, y que éste ya le había dado la obligada obediencia. El papa le contestó que era verdad, pero que se podría recibir la obediencia de Juana de Albret y Antonio de Bourbon sin perjuicio del rey español. Un cardenal francés intervino diciendo que no se podía negar que el duque de Vendôme poseía muchos territorios del Estado de Nabarra. El embajador español, de forma alterada, replicó que la privación hecha por el papa Julio II afectaba a todo el Reino Pirenaico y que, como ya había prestado la obediencia debida al papa el rey Felipe II de España por Navarra, no era justo tomarla nuevamente de otro.

Pio IV llamó al diplomático español para decirle que a causa de las “herejías” que corrían por Europa, convenía muy mucho recibir la obediencia de los duques de Vendôme. Además y en principio, la Iglesia Romana Católica y Apostólica no debía cerrar su gremio a los que vienen a ella. Pero como contrapartida para dejar contento al español, le informó a Francisco de Vargas que se quitaría cualquier inconveniente de la declaración del papa al tiempo de la ceremonia, que se entendiese por parte española como perjuicio sobre los intereses su rey.

Pero el embajador español Francisco de Vargas, en dos ocasiones más, le insistió al papa que los duques de Vendôme venían no por religión, sino por miedo. Los acusó de ser la cabeza de la secta luterana y que en nada debía sufrir la reputación cristianísima del rey de España. Así pues, debía bastar con recibir Pedro Labrit-Albret de Nabarra de forma privada, sin ser oficial, solo con la presencia de algunos cardenales y sin admitirle en público su obediencia en nombre de Juana de Albret y Antonio de Bourbon como reyes de Nabarra, por lo que de ningún modo debía de llevarse a cabo en sala de reyes.

Esta vorágine diplomática, fue desde su inicio fue un continuo toma y daca de demandas y repuestas, las cuales finalmente causaron cierta antipatía hacia el embajador español por parte del sumo pontífice y también por los cardenales.

Ante la nefasta actuación diplomática para los intereses españoles por parte de Francisco de Vargas, el conde de Tendilla, embajador extraordinario español en la Santa Sede, mostró un carácter más comprensivo, no viendo tantos inconvenientes en lo demandado por Pedro Labrit-Albret de Nabarra. A su juicio y en consonancia con otras de las reconocidas como malignas cualidades imperiales españolas, el menosprecio y la censura, tal vez fuera mejor no tratar de ello, ignorado la existencia del Reino de Nabarra, pues viniendo al papa desde el principio el asunto lo que le convenía con el poderoso Reino de España, no los llamaría reyes ni aceptaría su obediencia por el Reino de Nabarra, sino por las tierras que los duques de Vendôme poseían.

Para este diplomático español, los otros puntos no eran de substancia, además el lugar no importaba, pues ya con antelación histórica los sumos pontífices, cuando querían honrar a algunos nobles, habían permitido que éstos les prestasen obediencia en sala de los reyes, aunque no fueran reyes. De esto había dos ejemplos llevados a cabo poco antes, los juramentos de la señora de Venecia y el duque de Florencia. El que les llamase reyes su embajador, Pedro Labrit-Albret de Nabarra, no le otorgaba derecho alguno de serlo, al menos en la opinión imperialista del embajador extraordinario español en nombre de Felipe II de España.

A pesar de la firme oposición del otro diplomático español Francisco de Vargas, el papa desde un principio siempre se había mostrado predispuesto a recibir al emisario del Reino de Nabarra en pleno consistorio, como a los demás embajadores, pero tuvo un momento de vacile cuando supo por parte del nuncio pontificio en Paris, que el hecho no agradaría tampoco al rey de Francia. Este nuevo golpe para la causa legitimista nabarra  llegó promovido por la Casa de Guisa, enemiga de la Casa de los Bourbon, la cual ostentaba el poder real durante la regencia que poseía Catalina de Medici al ser su hijo Francisco II de Francia menor de edad.

Ante tal presión, de política antinabarra, promovida desde los Reinos de España y de Francia, el papa Pio IV propuso a Pedro Labrit-Albret de Nabarra que se contentase con una recepción privada. Pero el representante nabarro desplegó todas sus habilidades diplomáticas y pese a la oposición de los españoles y de los franceses, logró triunfar en la múltiple indecisión que tuvo el papa. En consecuencia el consistorio papal fijó para el 14 de diciembre del año 1560 el juramento de Juana y Antonio como reyes de Nabarra en la sala Regia del Vaticano.

Mientras en la Corte nabarra de Pau, Antonio de Bourbon recibió una carta esperanzadora para el pleito nabarro presentado en la Santa Sede. A decir verdad, desde que el duque de Vendôme había llegado a Pau, había mantenido una correspondencia fluida con la Corte francesa de Paris con dos personas. Una era la llevada a cabo con su amante la cortesana francesa Luisa de La Béraudière de Rouhet, de índole romántico-sexual y la otra con la reina madre de Francia Catalina de Medici, siendo ésta de exclusivo índole político.

Gracias a la correspondencia con ésta última, Antonio de Bourbon había conocido la muerte de Francisco II de Francia y el nombramiento como rey de Francia de su hermano Carlos IX de Francia.  Con ello desparecían del poder los tíos de la reina María de Escocia, los Guisa, al retornar la viuda de Francisco II de Francia a su Reino en las Islas Británicas. Por ello la nueva regencia de Catalina de Medici le otorgaba realmente el poder absoluto, siendo su primer acto político el de nombrar y titular al duque de Vendôme como Teniente General del Reino de Francia.

Antonio de Bourbon pidió audiencia con la reina de Nabarra y en dicha reunión le informó de su nombramiento militar en el Reino de Francia. Juana III de Nabarra vio en ello una oportunidad política, y le dijo al duque de Vendôme que no podía rechazar dicho nombramiento, el cual, aparte de las obligaciones que ello acarreaba en la persona de Antonio de Bourbon, podría significar que se obtenía un apoyo firme por parte del reino de Francia, en la demanda presentada en la Sede Pontificia por el Reino de Nabarra.

Llegado el día del juramento, concretamente momentos antes del acto, el papa volvió a titubear e indicó al embajador francés Felipe Babou la conveniencia de proceder en otra sala con la ceremonia, tomando por escusa  el frío y el mal tiempo. Dicho embajador, que ya había recibido nuevas órdenes, comunicó en su propio nombre y en el de Pedro Labrit-Albret de Nabarra, su rechazó enérgico ante aquel frívolo pretexto, exigiendo del papa Pio IV el cumplimiento de la palabra dada al embajador del Reino de Nabarra.

Finalmente y ante la presentación documental por parte del diplomático nabarro, con la importantísima noticia de la anulación de las bulas del papa Julio II, al demostrar que habían sido creadas y realizadas ad doc por el rey español Fernando II de Aragón desde su Cancillería, pero ya en tiempos del papa Clemente VII, fue donde quedó sentenciado la restitución de lo sustraído, la cual solo podía llevarse mediante la reintegración del Reino de Nabarra a sus legítimos titulares; o una compensación sobre ello.

Toda la documentación presentada por el embajador nabarro influyó supremamente en el emperador de Roma o papa Pio IV, predisponiéndolo para que finalmente recibiera la obediencia de los los legítimos reyes de Nabarra Juana de Albret y Antonio de Bourbon, de la mano de Pedro Labrit-Albret de Nabarra, celebrándose con ello el acto formal en el consistorio debido, con la solemnidad obligada y acostumbrada al ser soberanos de un Estado independiente.

Pedro Labrit-Albret de Nabarra finalmente rindió homenaje al Santo Padre en nombre de los reyes de Nabarra, pronunciando en latín un brillante discurso. Dicho alegato había sido preparado por el famoso humanista occitano Marco Antonio Murèth. Le contestó en nombre de la Santa Sede el canciller pontificio Florebellius. De éste acto se constituyó un proceso formal que fue firmado y legitimado por todos los cardenales, ante la ausencia intencionada del embajador español Francisco de Vargas, cumpliendo con ello la orden dada por Felipe II de España, el cual comenzaba a preparar un recurso sobre la sentencia contraria al Reino de España, donde se obligaba la restitución de lo robado al Reino de Nabarra o en su defecto de una compensación a Juana III de Albret y Antonio de Bourbon.

 El embajador nabarro había conseguido que desde aquel momento los reyes de Nabarra, fueran equiparados en la cancillería pontificia en igualdad al resto de soberanos europeos. Los Estados Pontificios actuaron en consonancia y enviaron un cardenal legado a los reyes de Nabarra, el cual fue acompañado por el propio Pedro de Labrit-Albret de Nabarra.

Ante una noticia de tal magnitud, sesenta embajadores protestantes llegaron desde diversos principados de Alemania, de condados y ducados de Flandes, del reino de Inglaterra y de muchas comarcas del Reino de Francia a la Corte de Pau. Todos ellos suplicaron a los reyes de Nabarra para que no aceptasen al legado pontificio, a la vez de que no rehusasen respaldar a los protestantes.

Los reyes de Nabarra admitieron en todo y por todo al legado pontificio que había acudido a la Corte de Pau en nombre de la Sede Apostólica. Esto fue debido por la gran diligencia de Pedro Labrit-Albret de Nabarra y otros católicos. Pero de facto, no sólo le fue dada la obligada obediencia al legado del papa, sino que se les otorgó licencia, instándoles a salir de la Corte de Nabarra, a todos los embajadores protestantes, entre los cuales destacaba la figura de un pastor calvinista francés de la Borgoña Teodoro de Brèze, discípulo de Juan Calvino, como representante de la iglesia de Ginebra, Confederación Helvética.

La información de lo ocurrido en Roma también llegó a los nabarros que sufrían la ocupación militar española. Fue en forma de una carta del propio papa Pio IV a Felipe II, donde se instaba al rey de España a restituir con presteza, la totalidad de las tierras nabarras ocupadas por su ejército colonial, las cuales, de forma ilegítima, habían sido usurpadas a sus legítimos propietarios, los reyes Juana III de Nabarra y Antonio de Nabarra.

La noticia que contenía la misiva fue recibida con mucha alegría e ilusión por el pueblo nabarro, que estaba sometido y sojuzgado. Esto produjo una rápida contestación por parte de los militares colonialistas españoles, que procedieron con urgencia como solo saben los españoles. Así pues, llevaron a cabo una represión violenta y brutal contra todos aquellos a los que se les pillaba con una copia de dicha carta o se reunían para comentar la probabilidad de la restitución de la monarquía nabarra, instaurando nuevamente  mediante el ruido de sables, las encarcelaciones, la tortura y las ejecuciones, un nuevo periodo de terror y consternación entre los nabarros sometidos, esclavizados y brutalmente perseguidos.

PARTE 14ª: El secuestro del niño príncipe

Antonio de Bourbon y Pedro Labrit-Albret de Nabarra, tuvieron varias reuniones hasta finales del año, con las cuales buscaban hallar en modo más rápido y pacífico, para la transición hacia la libertad para los nabarros surpirenaicos, como había quedado estipulado en la Santa Sede Católica de Roma. Incluso el rey consorte de Nabarra, embriagado por la ilusión, creyó que el clérigo católico cortesano de Nabarra, podría ser aceptado en Roma como embajador ordinario.

Antonio de Bourbon y Juana III de Albret tuvieron por su lado otra reunión. En ella solo despacharon asuntos políticos, llegando al acuerdo de recompensar a Pedro Labrit-Albret de Nabarra mediante una mitra de obispo católico. Con ella premiaban una larga carrera de servicios y lealtad al Estado de Nabarra, además de disponer de un instrumento más disciplinado y más eficaz para hacer valer sus reclamaciones en y ante los Estados Pontificios.

Por otro lado, concretamente el día de la Natividad de Jesús, Juana III de Nabarra, en privado, durante un culto calvinista tomó el sacramento de la Santa Cena, significando con ello su abjuración de la Fe Católica, aunque de momento no lo hizo público, pues había que esperar el cumplimiento de lo ganado por la diplomacia nabarra ante la Curia Romana.

Ello no impidió que a mediados del mes de enero del año 1561, tras ser informado Juan Calvino por los pastores protestantes que estuvieron en dicho acto en Pau, éste felicitó mediante correo personal a la reina de Nabarra por su transición a la Fe Reformada. Juana III de Nabarra, en otra carta privada le contestó:

“(…) yo digo comenzando por la Religión que después del año mil quinientos sesenta, no hay nadie que sepa bien lo que es que Dios por su Gracia me ha retirado de la idolatría y estoy muy dichosa por haberme recibido en su Iglesia…”

La conversión de Juana de Albret al protestantismo estuvo basada en gran parte por el ideario reformista, principalmente en lo que atañía a la corrupción de la Curia Romana. Una jerarquía donde la permisibilidad hacia los hombres que incumplían el juramento matrimonial en lo referente a fidelidad, era incluso incentivada por los altos cargos eclesiásticos católicos mientras que era perseguida si dicha promiscuidad la llevaba a cabo una mujer. Además era bien sabido que ellos mismos incumplían con el obligado celibato, rodeándose de jóvenes cortesanas como aquella con la cual pilló follando al traidor de Antonio de Bourbon.

Pero también por el menosprecio continuado de la jerarquía católica hacia el talento de las mujeres, a las cuales se las difamaba e insultaba cuando ostentaban puestos de poder, utilizando la burla soez sin fijarse para nada en sus capacidades y dotes de gobierno, las cuales eran incuestionablemente muy superiores a la de los machos en muchas ocasiones y situaciones, potenciando siempre de forma intencionada, desde la Curia Católica, únicamente y de forma aplastante, una educación para la mujer dirigida a la total y suprema sumisión al hombre.

Por cierto, a pesar de lo supuestamente conseguido en Roma por su tío Pedro Labrit-Albret de Nabarra, seguía sin poder fiarse de ellos, ya que siempre la Curia Romana se había posicionado en contra de sus padres Enrique II de Nabarra y Catalina de Nabarra, los legítimos reyes de Nabarra, atendiendo siempre todas las falsarias acusaciones españolas y denegando por un lado las legítimas demanda nabarras, o si están eran favorables no haciendo que se llevaran a cabo, a pesar de su obligado cumplimiento según la propia Jerarquía Católica.

Pedro Labrit-Albret de Nabarra por mandato de los reyes de Nabarra, escribió una nueva carta a Felipe II de España de índole diplomático. En ella daba fe del logro diplomático nabarro en Roma y del interés de la Santa Sede en la restitución plena de las tierras nabarras, las cuales seguían ilegítimamente ocupadas por los españoles a sus legítimos propietarios, Juana de Albret y Antonio de Bourbon.

Por otro lado, llegaron nuevas cartas de Paris. A parte de las dos habituales para el duque de Vendôme, llegó una a la propia reina de Nabarra de parte de Catalina de Medici. En ella le rogaba dar permiso a Antonio de Bourbon para que acudiese a la Corte francesa de Paris, donde estaba obligado a recoger y jurar su nuevo cargo como teniente general del Reino de Francia. El trato recibido en la carta de Catalina de Medici agradó mucho a Juana III de Nabarra, quien dio su permiso a Antonio de Bourbon para marchar a la libidinosa Corte existente en la ciudad de la luz.

Incluso sin ni siquiera pensó que ello supondría un nuevo encuentro erótico del duque de Vendôme con su bella amante Luisa de La Béraudière de Rouhet, pues realmente ya esos asunticos del duque no le interesaban para nada a la reina.

Pero lo que no sabía la reina de Nabarra, es que en la carta privada que había recibido Antonio de Bourbon, la reina madre de Francia le ordenaba que debiera ir con su hijo el príncipe de Biana para ser educado a la francesa. Por supuesto el traidor de Antonio de Bourbon no le dijo nada a Juana III de Nabarra y en su marcha hacia Paris pasó por el castillo de Coarraze, donde solo se hallaba la baronesa de Moissans, su prima Susana de Bourbon-Busset, ya que su marido, el barón Juan de Albret, se encontraba atendiendo sus obligaciones como gobernador y teniente general del Reino de Nabarra.

El duque de Vendôme, sin bajarse del caballo, le ordenó a su prima que trajese a su hijo el príncipe de Biana. La baronesa de Moissans había salido a recibir la comitiva del rey consorte de Nabarra. Desde la entrada de la puerta del castillo le comunicó a su primo Antonio de Bourbon, que su hijo Enrique estaba practicando el arte de la caza junto a unos campesinos, los cuales le habían enseñado la máxima de dicho oficio, “Solo se mata lo que se va comer”.

Un sirviente de la baronesa corrió al bosque a buscar a Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret. Cuando le encontró le informó que su padre el rey de Nabarra había requerido su presencia en el castillo de Coarraze. El príncipe de Biana, tras entregar las herramientas de caza a uno de sus amigos, corrió hasta el castillo y tras escuchar a su padre recogió sus cosas y montó junto a él. Pero el destino no estaba donde se encontraba su madre, sino en aquella Corte que había visitado con apenas cuatro años y cuyos breves recuerdos no le entusiasmaban demasiado.

PARTE 15ª: Tiempos de tramas, espías y mentiras

La partida del príncipe de Biana hacia la Corte francesa fue un duro golpe para Juana III de Nabarra y para todos los nabarros. Pese a sentirse nuevamente traicionada por el duque de Vendôme, esta vez la actitud de la reina de Nabarra fue realmente moderada. No montó en cólera, sino que preparó unos despachos para el rey consorte de Nabarra, los cuales llevaría Pedro Labrit-Albret de Nabarra en persona.

Antonio de Bourbon se llevó una desagradable sorpresa a pocas leguas de Paris. Un batallón de la caballería real francesa había salido no solo a buscarlos y escoltarlos, sino que realmente habían salido para que el príncipe de sangre francés no pusiera pies en polvorosa. El motivo de tan alarmante acto para el duque de Vendôme era desconocido, hasta que un oficial de la guardia real francesa le informó de que estaba detenido bajo la acusación de complot y que en prisión le esperaba su hermano el príncipe de Condé.

El príncipe de Biana fue apartado de su padre el rey de Nabarra nada más atravesar las puertas de la muralla que rodeaba Paris. A continuación fue llevado junto a los hijos de Catalina de Medici, incluido el propio rey Carlos IX de Francia. Mientras Antonio de Bourbon fue conducido ante Catalina de Medici. Esta escena fue observada por la amante del duque de Vendôme por permiso expreso de la reina madre de Francia. Su objetivo mantener la distracción del Bourbon.

Catalina de Medici no se anduvo con rodeos y fue directa al grano. Antonio de Bourbon en su condición de príncipe de sangre, podría litigar en el Tribunal de los Pares de Francia por la regencia del Reino francés. Los protestantes franceses con ello habían comenzado a proyectar su dirección en el primer príncipe de sangre. Ese mismo Tribunal había condenado a muerte al hermano del duque de Vendôme, el príncipe de Condé, líder protestante detenido durante la asamblea de notables franceses en Fontainebleau acusado de dirigir un complot contra la Corona francesa. Así pues, la reina madre de Francia ofreció la libertad para el príncipe de Condé a cambio de la renuncia a la regencia del Reino de Francia por parte de Antonio de Bourbon. Éste, que en un principio creía que le iban a separar la cabeza del cuerpo, aceptó la propuesta inmediatamente.

Finalmente Pedro Labrit-Albret de Nabarra llegó a Paris e inmediatamente se entrevistó con el rey de Nabarra. En dicha reunión le entregó a Antonio de Bourbon la carta de la reina de Nabarra. En ella, Juana de Albret no hacía mención alguna al rapto de su hijo el príncipe de Biana, sino que estaba centrada en una sola cuestión, llevar a buen término la devolución de todas las tierras ocupadas por los españoles, según lo acordado en la Santa Sede, recordándole su juramento de obediencia al papa Pio IV.

La presencia de Pedro Labrit-Albret de Nabarra fue muy bien vista por Catalina de Medici, pues para sus intereses en el Reino de Francia, el triunfo de la demanda nabarra ante la Santa Sede suponía dos importantes logros indirectos para ella. Por un lado era debilitado el imperio español al tener que descolonizar obligatoriamente las tierras nabarras del sur del Pirineo, y por otro, la obediencia de Antonio de Bourbon al papa Pio IV, debilitaba en gran medida a los protestantes franceses.

En el Reino de Nabarra mientras tanto, Juana III de Nabarra continuaba acudiendo a los cultos reformados en la intimidad, pero ante la ausencia de su tío Pedro Labrit-Albret de Nabarra, sus apariciones públicas en misas católica casi se habían acabado. Además organizó varias embajadas que debían marchar inmediatamente hacia los diversos Estado protestantes. Su misión, envuelta en el más absoluto de los secretos, no era otra sino la de informar en los diferentes destinos, de la importancia de la recuperación de la Nabarra surpirenaica por vías diplomáticas, siendo la adhesión del Reino de Nabarra a la Santa Sede de Roma paso obligado para ello. Pero que en ningún caso se iba a perseguir y a asesinar a los pastores reformados y a los fieles a dicho culto cristiano.

Pese a que no había persecución religiosa de ningún tipo, los espías ultracatólicos del rey de España, rápidamente recelaron e informaron a Felipe II de España de ello. Éste, que solo buscaba mantener el sometimiento de los nabarros del sur del Pirineo y la aniquilación total de los reformados, comenzó a tratar como fanática reformada a la reina de Nabarra, menospreciándola por ser mujer y con ello, predisponer al emperador de Roma y a los católicos franceses contra los nabarros libres e independientes del norte de los Pirineos.

Por otro lado, los espías españoles que se encontraban en Paris, le habían informado al rey español de la presencia del duque de Vendôme y del embajador nabarro Pedro Labrit-Albret de Nabarra, los cuales trabajaban con la ya oficial regente del Reino de Francia Catalina de Medici.


PARTE 16ª: Francia, España y la Santa Sede contra Nabarra

En  marzo del año 1561 quedó vacante el obispado de Comenge-Comminges por muerte del cardenal Carlo Caraffa. Inmediatamente, Antonio de Bourbon vio la ocasión de premiar a Pedro Labrit-Albret de Nabarra. Para ello debía tener la confirmación del rey Carlos IX de Francia, ya que dicho episcopado dependía del Estado francés. Catalina de Medici acepto al candidato porque con ello reforzaba aún más el acercamiento del duque de Vendôme.  Pero para ocupar dicha sede episcopal, cuya diócesis era sufragánea o dependiente de Aux, necesitaba la confirmación por parte del papa Pio IV. Por ello era inseparable y necesitó de una nueva embajada, que por segunda vez llevó al capellán estellés hasta Roma.

Pedro Labrit-Albret de Nabarra alcanzó a la Ciudad Eterna en abril. Desde el primer instante no tuvo reparo en manifestar cuales eran los objetos de su viaje. En primer lugar, quería obtener del papa que lo admitiera como embajador permanente del Reino de Nabarrra en la Santa Sede. Incluso no ocultó las intenciones del rey de Nabarra, cuyas pretensiones ejecutar lo antes posible la devolución de lo ilegalmente usurpado por los españoles, todo ello como recompensa por la actitud católica de los reyes de Nabarra.

Pero en Roma el diplomático nabarro se encontró con la situación totalmente cambiada. Los groseros, deshonestos y descorteses enviados del rey Felipe II de España ejercían una presión constante sobre el papa Pio IV, para alcanzar sin escrúpulos sus objetivos imperialistas. Antes de su llegada, el enviado español Juan de Ayala había formulado una enérgica protesta por la sentencia favorable al Reino de Nabarra. Incluso había entregado al papa un largo memorial sobre sus falsarios derechos al trono nabarro.

Pedro Labrit-Albret de Nabarra ya no era anhelado en la Santa Sede, ya que su llegada, antes deseada por el papa Pio IV, le había puesto a éste en un embarazoso compromiso, por lo que procuró salir de dicha tesitura embarazosa, mediante una sagaz diplomacia.

Casi al mismo tiempo, en el Reino de España, el nuncio papal para el Reino de España y obispo de Terracina Razerta, ofreció un breve pontificio, en el cual se reconoció los falsarios e ilegales derechos de la Corona española sobre el país nabarro ocupado del sur del Pirineo. A su vez, desde Roma, donde el embajador nabarro había sido apartado, se dio a entender que el papa de momento se abstendría de entremeterse en la cuestión nabarra.

Pedro Labrit-Albret de Nabarra, en lugar de ser admitido como embajador ordinario del Reino en la Santa Sede, fue reenviado a la Corte del Estado Pirenaico con un pretexto. Allí se le ordenó paciencia. Debía hacer esperar a sus señores una ocasión más favorece y crear el ambiente necesario para la misión de un legado extraordinario. Con el fin de comprar y calmar  al agente de los reyes legítimos de Nabarra, se le concedió en mayo del año 1561 el obispado de Comenge-Comminges, como había solicitado la regente de Francia, pero con el añadido de libre de tasas.

El secretario de Estado del Vaticano y cardenal Borromeo puso rápidamente en relieve la generosidad del papa con el embajador nabarro, ya que a Pedro Labrit-Albret de Nabarra le había concedido la iglesia de Comenge-Comminges, con la expedición de las bulas gratis con un valor de más de 4.000 escudos. Añadió que además su Santidad había escrito una carta al duque de Vendôme. También puso de manifiesto que el papa había conversado largamente con el nuevo obispo de muchas vicisitudes concernientes a la religión, informándole de cuanto convenía su estancia como obispo católico en Comenge-Comminges, de manera que se podía esperar que hiciera mucho fruto.

Pedro Labrit-Albret de Nabarra no fue a la Corte nabarra, sino que  se presentó en la Corte francesa para notificar su nombramiento para el obispado de Comenge-Comminges y prestar juramento al rey de Francia por el cargo. Pero no fue creído por el nuncio residente en Paris hasta que éste último recibió una carta del nuevo legado papal, el cardenal de Ferrara Ippolito II d’Este. Tras ello pasó a reunirse con Antonio de Bourbon.

Desde el primer instante en su promoción a obispo, Pedro Labrit-Albret de Nabarra había comenzado a mostrar un más que claro alejamiento de las cuestiones políticas, para consagrarse en cuerpo y alma a sus deberes episcopales. Pero en julio y por mandato del rey de Nabarra, el obispo de Comenge-Comminges volvió a Roma, pero esta vez acompañado de un nuevo embajador, más de corte personal ya que no tenía nada que ver con el Estado de Nabarra, por mandato de Antonio de Bourbon, el señor de Escars.

Las instrucciones que llevaban los embajadores, uno oficial del Estado de Nabarra otro personal del duque de Vendôme, eran las mismas de siempre. Solo tenían una misión, la restitución plena de lo ilegalmente usurpado por los españoles. El secretario de Estado para el Vaticano afirmó:

“(…) Cuando comparezca el electo de Comminges y el otro que el rey [de Nabarra] manda, su Santidad no dejará de abrazar verdaderamente su negocio con el rey católico [de Nabarra] y ayudarle en lo que pueda, con tal que vea con efecto que él va sin simulación al verdadero camino de proteger la religión católica. (…)”

El obispo Pedro Labrit-Albret de Nabarra comunicó las buenas noticias de lo acaecido en Roma al rey de Nabarra. Pero la contestación de Antonio de Bourbon fue extraña para el diplomático nabarro. El duque de Vendôme no actuaba como rey de Nabarra, sino a título personal, pues había cambiado su actitud inicial en lo concerniente a la legítima devolución de lo ocupado por los españoles, y ahora se había empeñado en conseguir una recompensa por ello.

Mientras ocurría todo esto a espaldas de Juana III de Nabarra, ésta permanecía paciente en la Corte de Pau, atendiendo sus obligaciones como gobernadora del Reino de Nabarra y asistiendo a los cultos cristianos reformados. También empezó a proyectar la traducción la Biblia, pero no al bearnés, tampoco al euskara, menos aún al francés… ante el asombro de todos, su primera opción fue la de traducirla del latín al castellano.


PARTE 17ª: Locura lujuriosa, maligna y ávida de poder

Antonio de Bourbon sustituyó en el cargo de embajador del Reino de Nabarra al obispo Pedro Labrit-Albret de Nabarra, acreditando a continuación a un gentilhombre francés y conde de Escars Francisco de Pérusse des Cars, como nuevo y único embajador suyo en la Corte pontificia. Éste ya llevaba las órdenes del duque de Vendôme de antemano, teniendo como mandato un doble objetivo.

En primer lugar tenía que obtener que el papa Pio IV mediase con el rey de España, a quien Antonio de Bourbon había destinado otra embajada a espaldas de la reina de Nabarra, a fin de que se le diese por parte española de una compensación por lo usurpado al sur del Pirineo. Y en segundo lugar, para que el señor de Escars quedase en Roma como su embajador permanente y fuese aceptado como tal.

Inicialmente la oposición española no se hizo esperar a lo que el papa Pio IV les comunicó que era justo y conveniente hacer entretener con esa situación al duque de Vendôme, mediante baldías palabras para no acabarlo de desesperar, sellando definitivamente con ello, la imprescindible y estúpida colaboración de Antonio de Bourbon, mediante una nueva traición a los nabarros por parte de la República Romana, Apostólica y Católica.

A la vuelta a su obispado, el obispo de Comenge-Comminges Pedro Labrit-Albret de Nabarra tuvo conocimiento por un emisario papal, de que se estaba celebrando el coloquio de Poissy y a él, asistió por mandato del propio Pio IV. El embajador español que se encontraba presente, el severo Chantonay, observó que el estellés era un católico muy entero y que cumplía con su deber en aquella junta de obispos.

Como buen nabarro, el obispo de Comenge-Comminges decía las cosas como las sentía y sin temor ni respeto humano. Cantaba las cuarenta a los más altos interlocutores de la Corte francesa, especialmente si eran protestantes, de manera que, a pesar de lo poco que conseguía, todos ellos no dejaban de temer las duras represalias del nabarro.

El catolicismo a ultranza que tuvo el obispo Pedro Labrit-Albret de Nabarra, expresado en su total intransigencia en materia reformada, le excitó el odio del cardenal Odet de Chatillon, del almirante Coligny y especialmente de Antonio de Bourbon, que solicitó delegaciones intercesoras ante la Corte francesa en favor de los protestantes y aconsejó al obispo de Comenge-Comminges que aceptara la confesión de Augsburgo, especialmente sobre la Cena.

El rey consorte de Nabarra lo maltrató y a continuación pasó a retenerle dos tercios de las rentas episcopales,  escudándose en que el estellés no poseía el obispado más que en encomienda para su futuro hijo bastardo, pues la belle de Rouhet estaba embarazada. Llegó incluso a exigir al obispo nabarro que firmara una delegación irrevocable, que le diera poder absoluto a él como duque de Vendôme, incluso para el nombramiento de los administradores del obispado, no solo en lo temporal, sino también en lo espiritual.

A tales atropellos respondió Pedro Labrit-Albret de Nabarra amenazando a Antonio de Bourbon con trasladarse al valle de Aran, territorio bajo soberanía española, pero perteneciente en lo eclesiástico a la diócesis de Comenge-Comminges, y pedirle a Felipe II de España una compensación, si no se le permitía gozar del obispado. Incluso para llevar a cabo su plan con mejor título y mayor seguridad personal, quiso hacerse enviar como embajador francés a la Corte española de Madrid, en sustitución del obispo de Auxerre.

Al obispo de Comenge-Comminges le dio mucho ánimo cierto discurso del papa. Tras conocer las manifestaciones prorreformistas que Antonio de Bourbon que había dicho en el coloquio de Poissy, Pio IV le había informado de que si el duque Vendôme se hacía calvinista, lo excomulgaría y le privaría del título de rey de Nabarra, al igual que a la reina Juana III de Nabarra si seguía dicha senda herética y sus herederos correrían la misma suerte. Y que tras ello se lo daría, no al rey Felipe II de España, sino al pariente masculino y católico más cercano del titular. Y casualmente, el propio Pedro Labrit-Albret de Nabarra era claramente el único que cumplía dichas condiciones, como hijo bastardo del rey de Nabarra Juan de Albret.

Al llegar dichas noticias a oídos de Juana III de Nabarra, su tranquilidad y sus esperanzas de que las negociaciones finalizaran bien para los intereses del Estado de Nabarra se disolvieron rápidamente. Pero esta vez ya no la pillaban por sorpresa, y menos aún la calamidad política de Antonio de Bourbon. La reina de Nabarra con presteza, procedió a preparar y organizar la defensa militar del Estado Pirenaico ante una posible invasión, la cual podría venir del Reino de Francia, del Reino de España o incluso de los ejércitos vaticanos.

Por cierto, ante la noticia de que Antonio de Bourbon esperaba un hijo bastardo con aquella cortesana con la cual le pilló fornicando, la reina de Nabarra ni se inmutó.

Antonio de Bourbon y Catalina de Medici tras llegar a la Corte de Francia tras su asistencia al coloquio de Poissy, se encuentran que la amante del  teniente general del Reino de Francia Luisa de La Béraudière de Rouhet, había huido de la Corte de Paris y se había refugiado en el castillo de Coulonges-les-Royal situado en Poitou donde parió. Esto fue debido exclusivamente ante el temor de las más que posibles represalias de Catalina de Medici, pues a pesar de las precauciones tomadas por la cortesana para mantener oculta a la “hinchazón del vientre,” la reina madre de Francia era conocedora de que su dama esperaba un hijo del duque de Vendôme y ella sabía que Catalina de Medici desaprobaba que sus “criadas” quedaran embarazadas. Antonio de Bourbon jamás la visitó, lo que hizo fue bucear en numerosos faldas tras la huida de su amante, pero aún y todo, sí reconoció al hijo bastardo de ambos, dándole el nombre de Carlos de Bourbon.

Finalmente Antonio de Bourbon, amante tras amante, calló rendido ante la mariscala de San Andrés, la cual amaba aparecer desnuda, tendida en la cama, vestida solo con sus preciadas joyas cuando convocaba a sus amantes en su habitación.

La torpeza en materia religiosa y la mala fe o quizás la conocida inaptitud política del duque de Vendôme, había puesto histéricos a casi todos. Por un la Catalina de Medici veía como peligraba su poder sin Antonio de Bourbon abrazaba finalmente la causa hugonote. Por otro, pese a quitarse de encima a Juana III de Nabarra de forma indirecta, Felipe II de España veía peligrar su colonia española de Nabarra, ya que el papa Pio IV apoyaba a Pedro Labrit-Albret de Nabarra como único rey posible para todos los nabarros. El propio papa veía peligrar la hegemonía católica en Francia. La única que se mantenía entera y cuerda era Juana III de Nabarra, lo cual desesperaba a todos los demás.

Realmente Juana III de Nabarra, debido a su rectitud, franqueza y buen gobierno, era el objetivo a eliminar por todos. De ahí la intención del papa de excomulgar a Antonio de Bourbon y seguidamente a la reina de Nabarra, pero su decisión fue parada a instancias de Felipe II de España y de la regente de Francia Catalina de Medici. Estos buscaron una alianza provisional y como era bien sabido, el objetivo a derrotar era Antonio de Bourbon.

Tanto la regente de Francia como el rey de España, instaron la conveniencia de abrazar abiertamente la fe católica a Antonio de Bourbon. Para así logar su objetivo, la reina madre de Francia propuso al rey de España que le diera al duque de Vendôme una compensación por las tierras nabarras surpirenaicas y que se pidiera al papa Pio IV, desde la posición española por supuesto, una bula para excomulgar y despojar de sus Estados y Derechos a la reina Juana III de Nabarra y todos sus descendientes. Incluso cabía la posibilidad de asesinar a la reina de Nabarra, si esta mostrase resistencia.

Todo iba tomando forma, mediante una representación política del odio católico al amor por la libertad que desde siempre poseían los nabarros. Los católicos Estados de Francia, de España y el de la Santa Sede de Roma, mostraban abiertamente su odio al libertario Estado de Nabarra.

La compensación para el duque de Vendôme que fue enviada desde la Corte española fue la siguiente. La permuta del Reino de Nabarra por la isla de Cerdeña o las tierras ocupadas por los españoles al norte de África, junto a un contrato matrimonial con la reina de Escocia María Estuardo, tras conseguir el divorcio con Juana III de Nabarra en la Santa Sede o sino asesinar a la reina de Nabarra, lo que le convertiría al Bourbon en rey consorte de Escocia como compensación a la pérdida del título de rey consorte de Nabarra. Este matrimonio sería facilitado por Catalina de Medici y por ello el Reino de Francia se apoderaría de la Nabarra libre del norte del Pirineo, mientras que la Santa Sede ensombrecería las libertades de los nabarros al imponer su oscuro y corrupto manto jerárquico.

Antonio de Bourbon aceptó la propuesta compensatoria de Felipe II de España, la cual incluía su pública adhesión a la fe católica y perseguir a muerte a los herejes protestantes. La compensación en materia territorial sería la isla de Cerdeña. Por supuesto dicha negociación fue a espaldas de Juana III de Nabarra de la que tenía que divorciarse o mejor morir asesinada.

Por otro lado, la reina de Nabarra seguía manteniendo al Reino de Nabarra en alerta por una posible invasión, estando todos los nobles, tanto los católicos como los protestantes, dispuesto a defender la soberanía de Nabarra con sus propias vidas. Puso al mando como lugarteniente general del Reino de Nabarra, de la defensa del Estado Pirenaico al señor de Agramont, el cual junto a su hijo y su esposa Helena, la gran amiga de Juana III de Nabarra, ya se encontraban en la Corte nabarra de Pau.

El duque de Vendôme envió una embajada a la Corte española para concretar una reunión y llevar a cabo el acto “legal” por el cual debía procederse a cumplir los términos definitivos del acuerdo en la mayor brevedad posible. En esto que estalló la guerra entre los católicos franceses y los protestantes franceses o hugonotes. Antonio de Bourbon como teniente general del Reino de Francia se pone al frente de una sección de los católicos, concretamente de las tropas reales del niño Carlos IX de Francia. Dejando atrás su supuesta afiliación al partido hugonote, además de varios hijos bastardos de diferentes mujeres, como católico convencido por las promesas del cumplimiento de lo negociado con Felipe II de España y Catalina de Medici, toma rumbo al frente de guerra. Junto a él marcha su amante oficial, la viuda y hermosa mariscala de San Andrés Marguerita de Lustrac, quien ya había mostrado su interés sexual al duque de Bourbon cuando aún estaba su marido el mariscal de Francia Jacques de Albon con vida. Con la mariscala de San Andrés marchan sus tropas y también soldadesca española facilitada por Felipe II de España.

Así pues, el sello  que corrobore el tratado franco-español contra el Estado Pirenaico, facilitado por la traición al Reino de Nabarra y a su esposa sobre el papel Juana III de Nabarra, llevado a cabo de forma consciente y malintencionada por el corrompido y desleal Antonio de Bourbon, tendría que esperar momentáneamente, pues a mediados del año 1562 era prioritario para Catalina de Medici frenar el empuje militar hugonote que hacía peligrar su poder como regente de Carlos IX de Francia.

PARTE 18ª: La firmeza de la reina de Nabarra

El nuevo cambio de actitud en materia religiosa por parte del duque de Vendôme, es acogido con cauteloso entusiasmo por el papa Pio IV. Dicha información le fue remitida por los embajadores del Reino de España y del Reino de Francia, que le explicaron conjuntamente los acuerdos llevados a cabo por Felipe II de España y Catalina de Medici con Antonio de Bourbon.

Dicho conocimiento hace que Pio IV tome dos significativas decisiones. La primera fue la de comunicar a Pedro Labrit-Albret de Nabarra que se mantuviera paciente en su obispado, pero sin cortar la comunicación con la Corte católica de Roma, la Corte española de Madrid y la Corte francesa de Paris, además de informarle sobre la actitud de Juana III de Nabarra. La segunda fue encargar al delegado papal para el Reino de Nabarra, el cardenal Jorge de Armagnac, una entrevista con la reina de Nabarra para conocer de primera mano si eran correctas las acusaciones de su adhesión al protestantismo vertidas por Felipe II de España, Catalina de Medici Pedro de Labrit-Albret de Nabarra y el propio Antonio de Bourbon.

Con la primera guerra de religión ya iniciada en el Reino de Francia, el Reino de Nabarra se define aún más como el único asilo posible para los refugiados, ya sean católicos o protestantes. Además el Cardenal de Armagnac se encuentra en Nerac con un importante centro de la doctrina cristiana reformada. Todo ello es contrario a los deseos de la Curia jerárquica católica, a la que él pertenece y defiende incluso por la fuerza de la espada.

Llegado al castillo-palacio de Pau, es recibido por la reina de Nabarra y el señor de Agramont. Tras instalarse en sus aposentos y solo después de comer, el cardenal de Armagnac pasó a debatir las inquietudes que tenía Pio IV, y también las suyas propias, con Juana III de Nabarra.

La reina de Nabarra le recordó que ella continuaba adherida al juramento de lealtad que había realizado al papa Pio IV y que éste, al contrario de lo acordado, no había cumplido su palabra de forzar la justa devolución de las tierras nabarras colonizadas por los españoles mediante una invasión militar, sin previa declaración de guerra, imponiendo la soberanía española con violencia y genocidio del Pueblo nabarro, bajo la falsaria exposición de unas Bulas papales inexistentes.

Por otro lado, le recordó que desde tiempos de sus difuntos padres los reyes Catalina I de Nabarra y Juan de Nabarra, el Reino de Nabarra se había caracterizado por su defensa del humanismo y con ello de la humanidad, de las artes y la cultura, junto al respeto de las diversas lenguas europeas, incluso gentes de diferentes religiones habían vivido históricamente en paz en el Estado Pirenaico. Por todo eso ahora también se veía en la obligación como gobernadora del Reino de Nabarra, el tener que permitir la estancia de pastores reformados, por lo que de ahí que haya promulgado un edicto donde puedan cohabitar los credos católico y protestante. Incluso le dijo que había asistido a sus cultos, como también lo hacía a la misa católica.

Esto no le sentó nada bien al cardenal de Armagnac, pero lo que realmente le irritó fue que la reina Juana III de Nabarra le instase a él y al papa Pio IV a cumplir con su compromiso con los nabarros de ambas vertientes del Pirineo, con su soberana que era ella y además, que a la iglesia católica de Roma le vendría muy bien una reforma tanto como que se le permitiese al Pueblo de cualquier Nación, poder leer por sí mismo la Biblia para comprender lo que pone en ella y no tener que ir a misa y escuchar lo que pone en latín a través de un clérigo, pues de lo contrario la creencia cristiana se iba a echar a perder en el Reino de Nabarra y demás Estados Europeos.

El Cardenal de Armagnac abandonó la Corte de Nabarra medio colérico y refunfuñando. A pesar de que las reclamaciones políticas de la reina de Nabarra eran incuestionable, su intolerancia católica, extremista y obcecada por su egocéntrico sentimiento de poseer la única verdad, hizo que enviara una información a la Santa Sede equivocada de la realidad, pues Juana III de Nabarra seguía fiel a su juramento de fidelidad a Pío IV de forma oficial, no apoyaba a ningún bando en la guerra de religión, recibía a refugiados de ambos partidos en el Reino de Nabarra, en el cual reinaba la paz y la tolerancia, a pesar de continuar amenazado por el Reino de España, el Reino de Francia e incluso el Estado Pontificio Católico de Roma.

PARTE 19ª: La simbólica muerte de un promiscuo

A finales de septiembre, las tropas católicas francesas que estaban comandadas por su comandante en jefe el condestable de Francia, ponían cerco a la ciudad normanda de Rouen, la cual estaba ocupada por las tropas de los hugonotes, que tenían la firme decisión de resistir lo máximo posible el asedio a espera de la ayuda militar prometida la reina de Inglaterra Isabel de Tudor.

A las órdenes del condestable de Francia se encontraba el duque de Guisa con sus confederados católicos y el duque de Vendôme con las tropas reales de Carlos IX de Francia y un numeroso contingente de soldados españoles. La reina madre de Francia también fue al cerco acompañada de sus damas de honor, las cuales entretenían a los soldados católicos por un lado y se acostaban con aquellos de más rango, barones, condes y duques. El libertinaje y la promiscuidad sexual de los católicos, contrastaba con lo que ocurría muros adentro de la ciudad, pues en ella reinaba la seriedad y las formas severas ante el peligro exterior. El único ruido que salía de Rouen eran los cánticos de salmos, las oraciones y los sermones, tras los cuales las murallas de poblaban de hombres y mujeres para defender la ciudad.

Una noche, Antonio de Bourbon decidió acudir a la tienda de su amante la mariscala de San Andrés, la cual estaba al otro lado del cerco, bastante alejada de las murallas. Hizo ver a sus subalternos que la intención que lleva era de visionar las murallas de la ciudad en poder de los hugonotes, para así acortar el trayecto que le llevase a desenfrenar sus deseos sexuales. Pero su paseo estaba siendo observado por dos soldados protestantes, un hombre y una mujer, desde una torre de vigilancia. En eso que le entraron ganas de mear al duque de Bourbon y se paró junto a un arbustico, pesando que nadie le observaba. Procedió entonces a retirar la armadura que cubría sus genitales, sacándose a continuación el pene y procediendo a mear. Ese instante fue aprovechado por la mujer hugonote, la cual disparó su arcabuz, impactando la descarga de la munición de lleno en “las partes nobles” del duque, destrozándole por completo sus testículos e incluso saliendo volando despedido su pene.

Alertados por el arcabuzazo procedente del muro de la ciudad y por los angustiosos y desgarradores gritos de Antonio de Bourbon, varios soldados católicos acudieron a su socorro. Muy rápido fueron conscientes de la gravedad de la herida y lo trasladaron a su tienda. No pasaron muchos minutos cuando a dicha tienda acudió Catalina de Medici. Mientras los dos hugonotes se felicitaron, siendo el hombre el que exclamo: “Ese ya no hará más espumoso”.

La noticia llegó muy rápida a la Corte de Nabarra. Juana III de Nabarra mandó preparase a su escolta y engalanada con un peto, donde destacaba su escudo heráldico como reina de Nabarra, partió presta hacia la Normandia. Al llegar al cerco, las tropas católicas por orden de Catalina de Medici, impidieron el paso a Juana III de Nabarra y a su séquito. La intención de la reina de Nabarra era la de atender en sus últimos momentos al duque de Vendôme, el cual sabían todos que estaba herido de muerte. Tal acto de compasión asombro de todos, ya que creían que la reina de Nabarra odiaba a Antonio de Bourbon como éste la odiaba a ella, o incluso más, y que por tanto solo se esperaban de ella las mofas y la burla ante tan simbólica manera de morir. La reina de Nabarra ciertamente no insistió y ante la negativa de los soldados católicos partió de vuelta al Reino de Nabarra.

Mientras Juana III de Nabarra volvía al Estado Pirenaico, Antonio de Bourbon moría diez días después del suceso en su tienda, ante la presencia exclusiva de Catalina de Medici, la cual había impedido también  la mariscala de San Andrés entrar en la tienda. La reina madre de Francia tras morir el duque de Vendôme salió de la tienda y exclamó: “El rey consorte de Nabarra a muerto de un disparo y no ha sido lamentado por nadie”.

PARTE 20ª: La decisión de Juana

El extraño viaje de Juana III de Nabarra a la Normandia para intentar atender a su traidor esposo, no fue del todo baldío. Varios agentes nabarros pudieron comunicarse con los hugonotes franceses, y estos les informaron del acuerdo que había llegado el duque de Vendôme con Felipe II de España y con Catalina de Medici, el cual contaba con el beneplácito de Pio IV.

Pero antes de tomar una decisión al respecto, Juana III de Nabarra envió una embajada ante Catalina de Medici. Dicha embajada llevaba como mandato conseguir el retorno del príncipe de Biana al Estado Pirenaico, pues tras la muerte del duque de Vendôme no había causa legal por la cual Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret, siguiese retenido en territorio francés. Tras ello se centró en ver cuál era la mejor opción política y religiosa posible, para la defensa de la independencia del Reino de Nabarra.

Estaba claro que la Santa Sede no iba a cumplir con su palabra, que Felipe II de España no iba a devolver la Nabarra ocupada de forma militar e ilegítima por los españoles y además la inteligente Catalina de Medici haría lo posible para acabar con ella, pues realmente odiaba todo lo que representaba Juana III de Nabarra. Así pues, la reina de Nabarra creyó que era el momento de acabar con la farsa de su juramento al papa Pio IV, pues este apoyaba como pretendiente a la Corona de Nabarra a su tío Pedro Labrit-Albret de Nabarra y por ello, procedió a quitarse la máscara para mostrar públicamente su afiliación a la Reforma, en busca de una alianza con los protestantes europeos. Pero esperó hasta que la guerra religiosa que asolaba el Reino de Francia terminase, es decir, a un periodo de paz entre católicos y hugonotes.

Este acto formal, tanto en lo religioso como en lo político, lo oficializó el día de Pascua en el mes de abril del año 1563, participando, vestida totalmente de negro para diferenciarse de los católicos y dar testimonio de la pureza de su nueva Fe, durante el evento de la Cena mediante el rito oficial del culto calvinista, procediendo a continuación a estudiar las vías apropiadas  con las restructurar el Reino de Nabarra en materia religiosa cristiana. Para ello su primer mandato fue el de traducir la Biblia, concretamente el nuevo testamento, del latín al bearnés y al euskara. Al culto protestante también acudieron sus leales amigos los señores de Agramont Antonio y Helena, que al igual que su fiel amiga y la reina de Nabarra Juana, acudieron de negro y participaron en el ritual protestante de la Cena, formalizando junto a ella su compromiso firme con la Fe reformada.

A continuación envió de nuevo distintas embajadas al Reino de Inglaterra, a la Confederación Helvética, a los distintos principados y ducados alemanes protestantes, junto a los diversos territorios de los nobles protestantes existentes en el Reino de Francia.

La idea de la reina de Nabarra con respecto a la Religión, era que esta fuera Estatal a semejanza de la Iglesia anglicana. Por tanto, el jefe de la iglesia reformada de Nabarra, con base calvinista, sería también el jefe del Estado de Nabarra y en este caso fundada por una mujer. En la embajada enviada a la iglesia de Ginebra, Juana III de Nabarra pedía que se le enviase un pastor ducho en esta materia.

La muerte de Antonio de Bourbon y la pública y oficial acción de Juana III de Nabarra de aceptación de la Reforma y más aun con el proyecto de una Iglesia nabarrista creada por una mujer, pusieron de muy mal genio al misógino y machista Felipe II de España. Con la muerte del duque de Vendôme quedaba anulado el pacto y la alianza con el Reino de Francia, abriéndosele entonces la opción de ocupar militarmente todo el Reino de Nabarra, el cual permanecía independiente al norte del Pirineo, pero esta vez la Santa Sede no apoyaba la causa española, sino tenía como pretendiente a la Corona de Nabarra al obispo Pedro Labrit-Albret de Nabarra.

Por ello el rey de España envió correo a sus embajadores en la Santa Sede, para que emitieran una bula de excomunión contra la reina de Nabarra y todos sus herederos por herejes. Tras dicha formalidad, el Reino de España se comprometía a ayudar militarmente al obispo Pedro Labrit-Albret de Nabarra, candidato papal para la Corona de Nabarra. Pero todo esto sin decir a Pio IV que sus reales intenciones eran las de apoderarse de todo el territorio del independiente Reino de Nabarra, algo en cambio que si sospechaba y temía la reina madre de Francia Catalina de Medici.

Así pues, la valiente decisión religiosa, con gran calado político, llevada a cabo por Juana III de Nabarra, había conseguido frenar momentáneamente una invasión española e incluso, logrado la división de sus enemigos hasta la fecha, el triunvirato España, Francia, Vaticano.

Pero lo más importante para la reina de Nabarra que traía esta situación ocasionada por su meditada acción, es que por primera vez tenía una posición de fuerza para liberar a su hijo el príncipe de Biana, el cual permanecía secuestrado en territorio francés por mandato de Catalina de Medici, la cual se había negado a atender las exigencias de liberación para Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret, llevadas ante ella por los embajadores nabarros.

PARTE 21ª: Matar a la reina de Nabarra

Felipe II de España no pudo esperar a que Pio IV redactase la Bula de excomunión para la reina de Nabarra y organizó un complot para su asesinato. Para ello ordenó a un grupo de militares españoles experimentados en la guerra de Flandes, la ideación de un plan por el cual se secuestrara a Juana III de Nabarra y a sus hijos, para después llevarlos ante la Inquisición española.  Estos creyeron que con disfrazarse como los nabarros bastaba y cruzaron los Pirineos para cumplir con la misión ordenada por el rey de España.

Pero Juana III de Nabarra ya había sido puesta en alerta a través de un emisario de la mismísima mujer de Felipe II de España Isabel de Valois-Orleans-Angulema, hija de Catalina de Medici y hermana de Carlos IX de Francia. Por ello agentes nabarros interceptaron a comando español en los Pirineos, matando a dos de ellos y haciendo huir al Reino de España al resto. Este fracaso español fue muy esclarecedor para Felipe II de España, no se podía andar con menudees. Por ello comenzó a idear un plan a mayor escala, pero flexible a situaciones venideras, es decir, estudiando la situación general en el independiente Reino de Nabarra, el Reino de Francia y la República Cristiana, Católica y Apostólica.

Catalina de Medici también había sido informada por su hija la reina de España. Por ello envió un emisario al Reino de Nabarra exhortando a Juana III de Nabarra a que permitiese que el príncipe de Biana quedase a su cuidado, hasta que pasase el peligro para su vida. Realmente no le importaba mucho la vida de Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret, sino fuera por su valor político, ya que el Reino de Francia estaba debilitado tras la guerra entre católico y protestantes, y ella ambicionaba las tierras nabarras norpirenaicas para el Reino de Francia. Así pues, una supuesta invasión militar española del Reino de Nabarra tras la captura y muerte de la Familia Real de Nabarra, no podría ser retenida por el ejército  de su hijo Carlos IX de Francia.

Inicialmente Juana III de Nabarra se mostró recelosa, pues en primer lugar hacía ya varios años que no veía a su hijo. Además la educación que estuviera recibiendo en la Corte de Francia no tenía nada que ver con lo que ella deseaba, junto a la reconocida bacanal sexual existente en la misma, que solo podía llevar al nuevo duque de Vendôme a ser como su lujurioso padre. Pero claro, por otro lado estaba en juego la vida su hijo Enrique, siendo este detalle en que inclinó la balanza, aceptando la reina de Nabarra la propuesta de la regente de Francia, pero solo por un periodo de tres meses.

En eso que el Cardenal de Armagnac delegado papal para el Reino de Nabarra, cruzó las puertas de la ciudad de Pau con dirección al castillo-palacio. Su llegada ya había sido avisada a la reina de Nabarra, la cual ordenó no mostrar ningún signo violento hacia el embajador de Pio IV. A decir verdad, más que un cardenal parecía un guerrero, pues iba ataviado con una brillante armadura, bien armado y una numerosa escolta militarizada, con imagen realmente provocadora, más que reconciliadora.

La reina de Nabarra recibió instantáneamente en audiencia al delegado papal. En la reunión, el cardenal de Armagnac le transmitió un siguiente mensaje disfrazado de “consejo amistoso” aunque realmente fue un ultimátum. O volvía a su obediencia como máxima autoridad de la iglesia de San Pedro y en base a eso ser el único representante de Dios en la Tierra, o pasaría a condenarla a muerte por herejía. Añadiendo a continuación que la actitud de la reina de Nabarra estaba arruinando la herencia de su hijo, siendo esto una amenaza solapada de una invasión militar del Reino de Nabarra.

Juana III de Nabarra contestó: “En cuanto a la Reforma, Religión, que he comenzado, estoy decidida por la gracia de Dios, a continuar su extensión por toda mi Tierra de Nabarra. En cuanto a mi hijo, en lugar de disminuir su herencia, la voy a aumentar con lo que la Curia de Roma no ha cumplido, todo ello por los medios apropiados para un verdadera cristiana”.

El enfado del delegado papal para Roma fue monumental, saliendo de la sala donde se había reunido con un portazo al grito “lo vas a pagar bruja”. Rápidamente tomó rumbo al Vaticano para informar a Pio IV. Como era de esperar la respuesta no convenció al papa, que el 28 de septiembre del año 1563 la condenó por herejía y la convocó a Roma para comparecer ante la Santa Inquisición. Si no acudía sería excomulgada.

Por aquel entonces se estaba celebrando el católico concilio de Trento, al cual había asistido el obispo Pedro Labrit-Albret de Nabarra. El obispo de Comenge-Comminges tuvo notificación de que se trataba desde el Vaticano el privar a la reina de Nabarra y a sus hijos de sus legítimos derechos, de sus títulos reales y nobiliarios, siendo a continuación excomulgados, denotando la farsa absoluta del supuesto intento de reconciliación, pues la sentencia a muerte de Juana III de Nabarra ya estaba dictada por Felipe II de España y firmada por Pio IV de Roma.

PARTE 22ª: Cuando te defiende tu enemiga

Tan pronto como se conoció en el Reino de España, la noticia de la Bula papal por la cual se excomulgaba a la reina de Nabarra, Felipe II de España comenzó a entablar negociones con uno de los señores católicos del Reino independiente de Nabarra, Carlos de Luxe conde de Luxe, caballero de la orden del rey de Francia y lugarteniente por el rey de Francia en el castillo de Mauleon, además de jefe de la Casa de Luxe enfrentada históricamente a la Casa de Agramont, cuyo jefe era el señor Antonio de Agramont.

Además, Carlos de Luxe estaba emparentado con Luis de Beaumont y Manrique de Lara-Castro marqués de Huéscar, junto a otros títulos que poseía de manera ilegal por concesión de la Corona de España, destacando los de condestable de Navarra y conde de Lerin. Luis de Beaumont y Manrique de Lara-Castro fue el encargado de realizar los movimiento necesarios y en secreto, para conseguir las primeras conversaciones con Carlos de Luxe.

La idea del rey de España estaba clara. Consistía en formar una liga católica en el Reino de Nabarra, a imagen y semejanza de la ya existente en el Reino de Francia. El objetivo de la misma sería levantarse en armas contra Juana III de Nabarra. Para ello el Reino de España suministraría diversas cantidades de armamentos y llegado el caso, cuando todo esté preparado, se enviarían tropas de invasión españolas. Bajo la excusa de tener nuevamente una defensa  amorosa del catolicismo, había que exterminar “al odioso demonio con faldas” que era la reina de Nabarra; y ya de paso, someter violentamente a los nabarros que aún eran libres.

La misma noticia llegó a la Corte de Carlos IX de Francia. Catalina de Medici ya había sido retirada oficialmente de la regencia, pero su influencia en su hijo el rey de Francia, continuaba siendo igual. Además estaba reconciliada con el protestante príncipe de Condé, por lo que inmediatamente pasó a reprochar la conducta de la Inquisición romana y despachó un embajador francés a la Santa Sede. Éste tenía la misión de contener los progresos de la intriga católica-española contra Juana III de Nabarra.

Para ello presentó el siguiente memorándum diplomático:

“Primero: que su Santidad no tenía potestad para relajar el juramento de los vasallos, ni meterse con ningún soberano en orden a permitir o no cultos anti-católicos en sus reinos. Segundo: que los soberanos de Europa debían hacer causa común contra semejante abuso, porque si toleraban el actual, podían recelar otro tanto para sí mismos. Tercero: que aun cuando hubiera potestad y justa causa con la reina Juana de Albret, no sería bastante para despojar a sus hijos del Reino; y que el rey de Francia tenía interés particular en impedir la injusticia, no solo por el parentesco cercano y multiplicado con la madre y con los hijos, sino porque muchos de sus estados eran feudos de la corona de Francia; que cuanto a Nabarra, era potencia intermedia entre España y Francia, y convenía que el monarca español no tuviera dominios en el Norte de los Pirineos. Cuarto: que parecía muy extraño singularizarse la Inquisición de Roma llamando personalmente a la reina de Nabarra para seguir proceso criminal, cuando no se había hecho con los príncipes de Alemania, y la reina Isabel de Inglaterra en igual caso, mucho antes que aquella soberana; y si el procedimiento fuera jurídico debía comenzar por el príncipe que hubiera dado el ejemplo de abrazar en sus dominios la religión reformada”.

Por otro lado, Carlos IX de Francia y Catalina de Medici escribieron a Felipe II de España, informándole de la delegación francesa enviada a Roma y rogándole proceder de acuerdo con la misma. Felipe II de España, el cual estaba preparando un golpe de Estado en el Reino de Nabarra como paso previo a una invasión militar española, muy al estilo de su abuelo el rey español Fernando II de Aragón, les contestó que no solo desaprobaba la conducta de Roma, sino que ofrecía su protección a la princesa del Bearn, nunca la nombraba por su verdadero título de reina de Nabarra, contra cualquiera que intentase despojarla de sus dominios.

Catalina de Medici tras recibir la contestación de Felipe II de Francia, informó de su contenido a Juana III de Nabarra, indicándole que en primer lugar sería conveniente una contestación formal por su parte al rey de España. La reina de Nabarra envió, muy a su estilo, un escueto mensaje a su mayor amenaza: “Gracias”.

Juana III de Nabarra mientras ocurría todo esto, había iniciado una campaña política para combatir la opción de la Santa Sede, la cual estaba personificada en Pedro Labrit-Albret de Nabarra, cuando aún éste estaba en el concilio de Trento. La reina de Nabarra hizo secuestrar todas las rentas de un año de su obispado, todas las deudas que se le debían e incluso sus casas, herrerías, muebles y provisiones. Criados de Juana III de Nabarra, protestantes como ella, ocuparon su diócesis. No contenta con eso, procuró que tres ministros calvinistas, le formaran un proceso con el intento de privarle de la mitra de obispo. La intención era clara, ahogar económicamente a aquel que le había traicionado para ocupar su puesto de gobernadora del Reino de Nabarra y con ello eliminar a un enemigo de las libertades de los nabarros.

Catalina de Medici invitó a Juana III de Nabarra a acudir a la Corte francesa. Inicialmente la reina de Nabarra reusó dicho convite, pero tras reunirse con sus amigos los señor de Agramont, decidió partir hacia Paris, dejando a Antonio de Agramont como gobernador general del Reino de Nabarra y a su amiga Helena al cuidado de su hija Catalina de Bourbon-Nabarra y Albret en calidad de tutores. Pero lo que realmente le movía a Juana III de Nabarra era poder volver a estar con su hijo Enrique y así traerlo de vuelta a su Patria nabarra.

PARTE 23ª: Catalina muestra sus cartas y Felipe esconde las suyas

La reina de Nabarra llegó a Paris con las ideas bien claras, pasar el menor tiempo posible en esa Corte depravada y volver junto a su hijo al Reino de Nabarra. Pero dichas tareas no iban a ser sencillas, ya que Catalina de Medici instó a la reina de Nabarra para que le concedieran la tutoría de Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret, al ser desde la muerte de su padre Antonio de Bourbon, el primer príncipe de sangre francés.

Ante tales pretensiones de la reina madre de Francia, Juana III de Nabarra explicó que su hijo era el heredero a la Corona de Nabarra, y que su título de príncipe de Biana estaba por encima del de duque de Vendôme o cualquier otro título francés. Ante la acción de la reina de Nabarra, Catalina de Medici le ordenó que se instalase en Vendôme, donde Juana III de Nabarra se encontraba tan cerca y a la vez tal lejos de su amado hijo, al cual antes de salir de Paris le dijo: “Te quiero hijo y recuerda, no vayas a misa”.

Pero Juana era mucha Juana y entendía que como reina de Nabarra que era, no debía acatar orden alguna de Catalina de Medici. Poco faltó para que estallase la guerra entre los Reinos de Nabarra y Francia. Pero finalmente llegaron a un acuerdo.  Catalina de Medici se encargaría de la educación del príncipe de Biana, pero siempre y cuando tuviera dos tutores hugonotes; además Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret fue nombrado gobernador de la Guyena. Sirvió como testigo de dicho acuerdo el príncipe de Condé, quien garantizaría la educación en la Fe de la iglesia reformada para el joven duque de Vendôme, su sobrino.

Una vez solucionado momentáneamente el asunto, especialmente en lo referente a la educación en la Fe calvinista, Juana III de Nabarra  tomo rumbo de vuelta a Pau. A su llegada se encontró con su tío Pedro Labrit-Albret de Nabarra, pero antes de atenderle fue informada de que el pastor calvinista M. de Passay, había vertido calumnias contra el Pueblo de Nabarra y cometido adulterio en un burdel clandestino, que fue pasto de las llamas. Hasta ese momento, desde su llegada, el predicador había sido el hombre de confianza de la reina de Nabarra para la creación de la Iglesia nabarrista, e incluso le había nombrado guardián de los sellos Reales. Pero a Juana III de Nabarra no le temblaba la mano y mandó su arresto, para posteriormente enviarlo a Ginebra donde sería juzgado y condenado a muerte.

Tras ello procedió a conversar con Pedro Labrit-Albret de Nabarra, el cual ya había sido abandonado tanto por españoles como por la Santa Sede en lo concerniente al asunto político del Reino de Nabarra. Su tío le pidió que ordenase que le dejasen vivir en paz en su diócesis, le restituyesen todo lo que le habían robado y no se procediese contra él por vías indirectas para privarle de su iglesia y de sus bienes.

El ave de rapiña Felipe II de España aprovechando la situación, mostró una fingida indignación por tal “injusticia” hacia el obispo de Comenges-Comminges, escribiendo a la reina madre de Francia, Catalina de Medici, y a su embajador en Paris, en su habitual tono amenazante. En dicha misiva decía que si no se reponía a Pedro Labrit-Albret de Nabarra su condado, sus rentas, casas, dineros, herrerías y muebles que le habían robado; que si además no se le dejaba vivir pacíficamente en casa; y si para colmo la princesa de Bearn no le daba los alimentos que le concernían como hijo natural del rey de Nabarra  Juan de Albret, el rey español le proporcionaría al instante otro tanto en el principado de Enghien en los Países Bajos.

Pedro Labrit-Albret de Nabarra estaba dispuesto a pasar de lo denominado alimentos, pero este punto inquietó en grado sumo a Juana III de Nabarra. Por ello inmediatamente consultó a una junta de letrados en Tolosa-Toulouse, para saber si efectivamente su tío tenía Derecho a los alimentos y a la sucesión a la Corona de Nabarra. En cuanto a lo primero los letrados fueron del parecer que no se le podía negar. Respecto de la sucesión, le respondieron que si los hijos de la princesa eran bastardos y sus parientes herejes, el derecho que poseía Pedro Labrit-Albret de Nabarra era el mejor.

Entonces Juana III de Nabarra cambió de estrategia. Con blandas y dulces palabras trató de convencer a su tío que se retirara con ella, de lo contrario posibilitaría la pérdida de su dignidad e incluso de la vida. Pedro Labrit-Albret de Nabarra, más terco que una mula, le replicó que jamás confiaría en su palabra, ni que iría a su presencia ni daría fe alguna a quien había negado a Dios y a su Religión.

Esta respuesta irritó a la reina de Nabarra. Por ello envió al Reino de España al barón de Larboust con importantes asuntos. Entre otros, el de procurar que Felipe II de España dejase de proteger a Pedro Labrit-Albret de Nabarra. Para conseguir sus propósitos, el emisario de la reina de Nabarra debía informar al rey de España, que la princesa se había moderado en sus audaces descaros. Pero mientras el emisario se encontraba de camino, unos calvinistas exaltados irrumpieron violentamente en la iglesia de Sant Gaudens, una de las principales villas del obispado de Comenge-Comminges, bajo autoridad de la Corona de Francia, resultando muertas tres personas que oían misa, y otras muchas heridas. Pedro Labrit-Albret de Nabarra acusó injustamente del suceso a su sobrina la reina de Nabarra. Método habitual y constante el de la difamación dentro de las filas católicas.

Con todo esto la situación dentro del Reino de Nabarra fue empeorando progresivamente. Francés de Álava embajador español en el Reino de Francia, comunicó ya en el año 1565 a Felipe II de España, que definitivamente la princesa de Bearn ambicionaba quitar a Pedro Labrit-Albret de Nabarra su obispado, pese a que él lo merecía y además. Estando situado donde estaba, esto era algo mucho más que bueno para los intereses políticos imperialistas y coloniales del Reino de España.

Pero Felipe II de España no hizo nada esta vez, pues realmente deseaba que la mecha de la guerra estallase en el Estado Pirenaico, ya que contaba con el apoyo de los católicos beaumonteses del norte del Pirineo. Pero ocurrió algo con lo que el rey español no contaba, ni siquiera se lo había imaginado. Pedro Labrit-Albret de Nabarra decidió pasarse al Reino de España con el firme propósito de renunciar a su mitra.

Pero entonces, para más locura del rey español, fue la reina Juana III de Nabarra quien decidió acceder a las reclamaciones de su tío, el obispo de Comenge-Comminges, entregándole la cantidad de seis pensiones de 4.000 ducados y 5.000 ducados. También la reina de Nabarra instó a Pedro Labrit-Albret de Nabarra a no retirarse del obispado hasta encontrar a un sustituto.

Juana III de Nabarra había conseguido apagar el primer incendio interno, sin muchas pérdidas, pero no como ella habría deseado.

PARTE 24ª: Liberación del príncipe de Biana

A comienzos del año 1564, la reina de Nabarra ya era considerada como el enemigo más poderoso para la Contrarreforma católica. Felipe II de España, el partido católico francés liderado por la familia Lorena-Guisa y el Papado, ya habían mostrado su odio hacia Juana III de Nabarra, la cual hasta el momento había conseguido defenderse muy bien de todo ese grupo indiscutible de machistas y fanáticos católicos.

Al Reino de Nabarra acudían refugiados reformistas de todos los ámbitos sociales. Desde carpinteros o pastores hasta maestros y pastores. Uno de los más destacados fue el español Antonio del Corro, el cual llegó ese mismo año.

Esto alentaba aún más a sus enemigos católicos los cuales eran incansables gracias a su odio por la reina de Nabarra, y no pararon de buscar el método más eficiente para acabar con la bruja de Bearn, había que matar a esa diabólica  princesa del Pirineo. Así por iniciativa de Felipe II de España, se completó la formación de la Liga Católica de Nabarra a semejanza de la Liga Católica de Francia. Esta estaba formada por los señores de Luxe, Armendaritz, Domezain y Echautz. Todas estas Casas nabarras eran militantes del partido nobiliario beaumontes desde sus orígenes. De facto, dicha bandería tenía su origen en la Casa de Luxe. Pero de momento la situación no era propicia para los intereses de su valedor Felipe II de España, a causa de diversas sublevaciones libertaria contra el colonialismo español.

Para entonces, Juana III de Nabarra había logrado trasladar la Corte a Nerac, centro principal del protestantismo en el Reino de Nabarra. En dicha Corte comenzó los estudios legales para llevar a cabo la oficialidad de la Religión reformada en Estado Pirenaico, siempre acorde con el Derecho Nabarro. Pese a todo, reinaba un la paz y la tolerancia mutua entre reformistas y católicos en el Estado nabarro. Solo faltaba la vuelta del príncipe de Biana al Reino para que la alegría de la Reina de Nabarra fuese ciertamente real.

El príncipe de Biana en ese instante, se encontraba de gira con la Familia Real francesa. Catalina de Medici pretendía con ello presentar a su hijo Carlos IX de Francia a su Pueblo, algo que en su día había impedido la guerra entre católicos y protestantes. En su gira, antes de llegar a Baiona-Bayonne, la reina madre de Francia se desvió rumbo a Nerac, donde se entrevistó con la reina de Nabarra y después acudió a una misa católica. Una vez acabada la misa, juntas fueron Baiona-Bayonne, donde Catalina de Medici se debía reunir con su hija Isabel de España y el duque de Alba. El motivo por el cual fue la reina de Nabarra era obvio a la par de simple, ver a su amado hijo Enrique.

En la ciudad de Baiona-Bayonne, la reina de Nabarra pudo saludar de manera entrañable a su hijo. Después ya durante la cena de recepción, Juana III de Nabarra comprobó la falta de respeto hacia su persona, hacia el Pueblo de toda Nabarra y hacia su Fe, por parte del sanguinario duque de Alba Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, el cual no esperaba la presencia de la princesa de Bearn, por lo que no había tomado medidas para su secuestro. La reina de Nabarra vestida de negro riguroso, se levantó de la mesa sin mediar palabra, llamó a su escolta y marchó de nuevo, sin su amado hijo, a la Corte nabarra de Nerac.

La vida cotidiana del Reino de Nabarra solo se veía alterada por sucesos meteorológicos, ya que no había arrebatos violentos por ninguna parte. Lo más destacable era que se retiraban estatuas de Santos católicos y que en las iglesias se impartían diariamente una misa católica, como se había hecho siempre, pero añadiéndole  varias predicaciones diarias del culto calvinista. Incluso el señor de Luxe no veía motivos para la sublevación contra la reina de Nabarra.

Esto irritó más a Felipe II de España, el cual ordenó a la Inquisición del Reino de España que iniciase un pleito contra la princesa de Bearn, acusándola de brujería y herejía, todo ello sin informar a la Santa Sede de Roma de la cual dependía la Inquisición. Una vez puesta en marcha, la maquinaria fanática de la Inquisición española y de Felipe II de España no se paró y realmente en Roma hicieron oídos sordos. Así el rey de España entablo conversaciones con el cardenal francés Carlos de Lorena-Guisa a través del cardenal español Diego de Espinosa Arévalo, inquisidor general del Reino de España. El  cardenal francés le comunicó a su homónimo español, que tenía como objetivo personal envenenar al príncipe de Biana a su regreso a la Corte parisina. Dicha maquiavélica trama hizo sonreír a Felipe II de España, el cual deseaba a la muerte a todos los protestantes nabarros.

Juana III de Nabarra aprovechó el final de la gira de la Familia Real francesa en marzo del año 1566, para viajar nuevamente a la Corte de Paris, con la firme intención de no volver al Reino Pirenaico sin su amado hijo, asustando y acongojando al cardenal de Lorena-Guisa, el cual desechó la idea del envenenamiento del príncipe de Biana, para tristeza de Felipe II de España. Pasó los siguientes ocho meses allí, en esa odiosa Corte libidinosa y católica, hasta que finalmente, tras haber argumentado siempre lo mismo, que su hijo de trece años tenía que ser presentado a sus súbditos, y que por tanto era necesario el retorno del príncipe de Biana a su futuro dominio; Juana III de Nabarra consiguió lo demandado. Esta simple pero a la par incuestionable demanda política, le aseguró esa gran victoria tan anhelada como deseada, que no era otra más que la de estar junto a su amado hijo y además, que éste le acompañase de regreso a la amada Patria,… Nabarra.

PARTE 25ª: Diálogos madre e hijo durante el viaje

Durante su estancia en la Corte de Paris, Juana III de Nabarra no pudo disfrutar el tiempo que ella hubiera quisiera junto a su hijo el príncipe de Biana. A parte de atender los correos provenientes del Estado Pirenaico, estudiar su contenido y enviar las contestaciones pertinentes, Catalina de Medici no le permitía reunirse con Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret, más que durante los cultos llevados a cabo por un predicador calvinista. Todo ello era debido a que se estaba solucionando en un Tribunal francés la custodia o tutoría del primer  príncipe de sangre del Reino de Francia.

Así que entre su odio a esa Corte lujuriosa y sus ganas de estar sin testigos franceses junto a su hijo, la reina de Nabarra salió esta vez por las puertas de Paris con una enorme sonrisa, la cual escenificaba claramente su satisfacción por esta importantísima victoria. Recorrido ya varias leguas del camino, Juana comenzó a hablar abiertamente como madre con su hijo Enrique. Primero conversaron sobre cosas mundanas y sencillas. Los juegos, los estudios… pero después ya entró en la materia que más le importaba a ella, y esta no era precisamente la Biblia, sino el cómo le habían tratado a su hijo sus “primos” y especialmente su “tía” la reina madre de Francia.

Enrique le dijo que bien, sus primos eran muy divertidos, pues casi todo el tiempo que estaban juntos jugaban y reían. Pero con su prima Margarita era diferente, ya que era un poco chula. Pero cuando le preguntó por Catalina de Medici, la cara del niño cambió la sonrisa por una expresión más seria. Le dijo a su madre Juana que todo había ido bien con su tía hasta que en una parada del viaje, visitaron a un extraño anciano. Como cualquier madre quien era ese hombre y que le había dicho. Enrique le contestó que no sabía quién era, pero que parecía una importante persona para la reina Madre de Francia. Además lo único que le dijo al príncipe de Biana cuando le miró fue: “Nabarra gobernará Francia”.

Rápidamente Juana III de Nabarra entendió la actitud de Catalina de Medici durante esos ocho meses. Además comprendió que era una predicción astrológica por la cual, su hijo Enrique poseería en un futuro la Corona de Francia. Además por todo esto, sabiamente dedujo que el anciano no podía ser otro más que Miguel de Nostradamus, el más respetado confidente y consejero personal de la reina madre de Francia, al cual ya había visto, solo de pasada, en una de sus pocas y cortas visitas a la Corte de Paris.

Así pues, iniciaron el viaje de regreso al Reino de Nabarra Juana y su hijo Enrique, vestidos de negro y acompañados de una escolta de 20 nabarros, los cuales 10 iban uniformados con comprendas negras por su condición de calvinistas y los otros 10 con las prendas propias de sus señoríos o del Estado de Nabarra. Por supuesto uno de ellos, concretamente un católico, portaba orgulloso el Estandarte Real de Nabarra.

Por otro lado, la pequeña comitiva de la reina de Nabarra y del príncipe de Biana, que contaba con un salvoconducto firmado por Carlos IX de Francia por su condición de embajada diplomática y además, estaba compuesta tanto por calvinistas como por católicos, no era bien vista por la población francesa de ambos credos. Esto fue debido a que ellos eran realmente extremistas y tras la primera guerra de religión, que había causado muchas muertes y dolor, había germinado la semilla del odio entre ellos.

El séquito Real nabarro finalmente llegó a la Corte de Nerac sin contratiempos reseñables. A las puertas del castillo, Juana III de Nabarra y Enrique de Biana fueron recibidos por los señores de Agramont Antonio y Helena. Junto a ellos estaba la niña-princesa Catalina, que corrió a abrazar a su madre. Juana le presentó a su hermano, al cual no recordaba y sin dudarlo un solo instante, le dio un fuerte beso con abrazo.

PARTE 26ª: Instauración oficial de la Iglesia nabarrista

Ya instalada en la Corte de Nerac, la reina de Nabarra como Jefa de la Iglesia nabarrista y del Estado, procedió a cultivarse de diversas ordenanzas propuestas en el sínodo general calvinista de Nay. Pero antes nombro a Antonio del Corro como instructor de la lengua castellana para el príncipe Enrique de Biana.

Una vez centrada en las propuestas calvinistas, resultaron que para Jefa de la Iglesia nabarrista, las más reseñables incluían la prohibición de la mendicidad de los monjes católicos, los juegos de azar, la usura, las blasfemias, etc. Incluso Juana III de Nabarra pidió a diversos teólogos y magistrados del Estado de Nabarra, que se estudiase la aplicación de educar universitariamente a la juventud de forma gratuita, pero únicamente la Universidad debía contar con maestros reformados.

Para entonces, Pedro Labrit-Albret de Nabarra ya no estaba para más peleas y tras cumplir los requisitos exigidos por la reina de Nabarra, abandonó el Estado Pirenaico con dirección a Lizarra-Estella, ciudad de la cual era oriundo. Juana III de Nabarra veía el camino más libre por el cual llegar a fundar de manera oficial la Iglesia nabarrista.

Así pues, con su mayor oponente fuera de la partida, recibió los informes favorables a las ordenanzas calvinistas. La reina de Nabarra procedió a su aprobación, enviándolas de nuevo a los estudiosos para que las convirtieran en ordenanzas nabarristas. El sector católico de los nobles del Estado de Nabarra llevó a cabo una gran protesta, llevando su causa hasta la mismísima Juana III de Nabarra; incluso algunos nobles reformados también protestaron al considerarlas demasiado rigurosas. De todas formas, la Jefa del Estado y de la Iglesia de Nabarra, ya había tomado su decisión.

Por otro lado, la Iglesia nabarrista de influencia calvinista, por mandato de la Jefa de la misma Juana III de Nabarra, tendría un sínodo anual, diferenciándose de los sínodos calvinistas llevados a cabo en otros Estados, los cuales dependían directamente de la Iglesia de Ginebra.

Esto variaba bastante el equilibrio en las diversas variantes del cristianismo. Por un lado se permitía el culto católico pero en privado, es decir, solo debían hacerse en claustros, monasterios y templos, quedando prohibidas las procesiones, los repliques de campanas, al igual que llevar en público cruces, estandartes o hábitos. Además, los obispos, curas, monjas y monjes católicos no podrían impedir que los pastores protestantes predicaran en los templos durante un horario limitado por el Estado. Los entierros serían a partir de entonces en cementerios y los servicios fúnebres católicos no podían realizarse mientras se estuviera llevando los cultos nabarristas.

Los miembros de la ultracatólica Compañía de Jesús asentados en el Reino de Nabarra, fueron los inaugurales en llevar a cabo la primera sublevación contra la Iglesia nabarrista y contra la reina de Nabarra. Querían impedir que se retirases y/o destruyesen las estatuas e imágenes católicas, además pretendían asesinar o expulsar del País Pirenaico a todos los pastores protestantes, tanto extranjeros como nabarros. Por ello intentaron secuestrar a Juana III de Nabarra y a sus hijos, a fin de obligar a la reina de Nabarra el tener que suprimir el ejercicio reformado y establecer el rito católico como único acto religioso en el Estado Pirenaico.

Para llevar a cabo esta acción los jesuitas recurrieron inicialmente a buscar ayuda en el Reino de Francia. Dos canónigos de dicha orden consiguieron de Carlos IX de Francia, con el visto bueno de Catalina de Medici, los fondos necesarios para llevar a cabo esta acción militarizada contra la reina de Nabarra y sus dos hijos. Cuando ya tenían todo preparado para entrar en acción, un gentilhombre católico, el capitán de Orthez y Salvatierra de Bearn-Biarno Guillermo de Monein, denunció el complot ante Armando de Gontaud. Este a su vez informó del mismo a Juana III de Nabarra.

La reacción de Juana III de Nabarra que acababa de volver de unos relajantes baños termales, fue la de expulsar inmediatamente a los jesuitas. Además prohibió por mandato Real la instauración de un Tribunal Inquisitorial católico en el Reino de Nabarra.

PARTE 27ª: Insurrección católica en Baxenaparra y Xiberoa-Sola

La liga Católica de Nabarra comenzó a reunirse frecuentemente en Donapaleu, con la intención de luchar contra la reina de Nabarra y las Ordenanzas Eclesiásticas de la reformada Iglesia Nabarrista. No tardaron mucho en pasar a la acción, prendiendo al pastor de Tardetz y ministro reformado de Ostabat, para encerrarlo a continuación en el castillo que poseía el señor de Luxe a pocos quilómetros de Donapaleu. También apresaron en esa ciudad a Juan de Etcheverry, conocido como el pastor de la Rive.

Juana III de Nabarra con la intención de evitar una guerra por motivo religioso, envió a Juan Secondat señor de Roque, a Pedro de Bergara gran abolengo del Reino, y a Juan de Etchart procurador general del Reino, para entablar negociaciones con los insurrectos católicos, intentando con ello descubrir sus intenciones y asegurarles nuevamente que no se atentaría contra los Fueros, las costumbres y libertades tradicionales del Reino de Nabarra, ya sean estas civiles o religiosas.

Como buen beaumontés, Carlos de Luxe fingió estar satisfecho con la seguridad que daba Juana III de Nabarra. Pero por otro lado, había enviado al señor de Domezain a Gascuña, donde le espera el enviado de Catalina de Medici, el noble francés Monluc. Las intenciones originales de la Liga Católica de Nabarra, que eran acabar con Juana III de Albret y con la Iglesia reformada de Nabarra, fueron bien vistas por la reina madre de Francia.

Pero por otro lado, el señor de Luxe se mostraba temeroso del Pueblo de la Baxenaparra y Xiberoa, pues pese a ser católico en su mayoría, no habían sufrido ningún tipo de persecución por parte de Juana III de Nabarra, ya que ésta permitía que siguieran repartiendo el rito católico en las “embajadas” de Roma o iglesias, las cuales al estar en territorio del Estado de Nabarra también habían sido adecuadas para el culto de la Iglesia reformada de Nabarra.

Así pues, Carlos de Luxe y el resto de jefes de la Liga católica de Nabarra, se reunieron en los territorios del barón de Lantabat, concretamente cerca de Idholdy. Incluso alguno de los señores católicos presentes en dicha reunión, estaba conforme con la nueva ratificación realizada por parte de la reina de Nabarra. Pero finalmente, las censuras y los sermonees ultracatólicos del señor de Luxe, fueron atendidos y decidieron levantarse en armas contra Juana III de Nabarra.

Mientras todo esto ocurría, la reina de Nabarra efectuó varios nombramientos nuevos, entre ellos el de Juan de Larrea señor de la Casa de Ispoure y exmaestre de campo del rey de Nabarra, como castellano del castillo de Garris, sede por aquel entonces de la Justicia Real de Nabarra. También ordenó al capitán Juan de Larrea ir a Donapaleu junto a cincuenta arcabuceros, para proceder diversos arrestos de delincuentes comunes por Baxenaparra.

Esto último fue aprovechado por el señor de Luxe para engañar al Pueblo llano de la comarca de Baxenaparra. Cuando capitán Juan de Larrea se encontraba en Garruze, Carlos de Luxe empezó a decir por toda la comarca que el capitán había ido para aplicar las Ordenanzas Eclesiásticas de la Iglesia Nabarrista. El capitán Juan de Larrea y sus cincuentas hombres se encontraban ya en el castillo de Garris, cuando fueron atacados militarmente por la soldadesca reunida por Carlos de Luxe, jefe de la Liga católica de Nabarra.

Las tropas católicas atacaron durante dos días la fortaleza de la Justicia Real de Nabarra. Finalmente, tras dos días resistiendo a los conjurados contra Juana III de nabarra, el capitán Juan de Larrea rindió la plaza por falta de víveres. Tras ser hecho prisionero fue trasladarlo en calidad de prisionero al castillo de Atharratze Sorholüze-Tardets, situado en el vizcondado de Xiberoa-Sola, propiedad y dominio del cabecilla de la Liga Católica de Nabarra Carlos de Luxe, donde fue encadenado y encerrado.

El señor de Agramont, el vizconde de Bourbon-Lavedan y otros gentiles hombres de Nabarra junto a un pequeño ejército que contaba con varias piezas de artillería, acudieron a Garris para restablecer la autoridad Real. Los insurrectos católicos de la fortaleza, tanto jefes como soldados, huyeron a los puertos de Cize, pasando a la Nabarra ocupada y colonizada por los españoles. Tras ello se procedió al intercambio de prisiones. El capitán de la reina de Nabarra, Juan de Larrea, a cambio del capitán de Carlos de Luxe, Armara.

El príncipe de Biana estuvo presente en esta expedición militar para restablecer la autoridad de su madre Juana III de Nabarra, pero simplemente fue un mero observador. De allí partieron a Donibane Garazi donde el príncipe de Biana, en nombre de Juana III de Nabarra, antes de escuchar las diferentes demandas de los campesinos, de los miembros de los diversos oficios y de los distintos comerciantes de la Baxenaparra, en una solemne proclama les comunicó que nada ni nadie quería contrariarles en sus creencias. Finalmente, con el asesoramiento del señor de Agramont, Enrique de Biana se comprometió a colocar un gobernador euskaldun en Donapaleu.

Pero el clero católico de la iglesia de Roma, como agente político extranjero que es en cualquier Estado que no sea el Vaticano, sermoneo a sus feligreses para levantarse en armas contra Juana III de Nabarra tras la marcha del príncipe de Biana a Nerac. La reina de Nabarra se vio obligada a enviar tropas para reducir a los amotinados. No hubo víctimas por ningún lado, ni intervención militar extranjera.

Pero Carlos IX de Francia, instado por el consejo de su madre Catalina de Medici, la cual temía que Felipe II y Pio IV invadiesen militarmente el Reino de Nabarra, como previo paso para invadir el Reino de Francia, concedió el collar de la Orden de San Miguel al señor de Luxe, mostrando con dicho acto su proclividad hacia la Iglesia de Roma al principal responsable de la insurrección; la cual, finalmente fue alentada tanto desde el Reino de España, promotora de la Liga católica de Nabarra, como del Reino de Francia, instigador de la insurrección militar contra Juana III de Nabarra.

Ya en febrero del año 1568, Juana III de Nabarra presidió los Estados Donapaleu y otorgó una amnistía a los nabarros católicos sublevados que se entregaran antes de ocho días, salvo a los cabecillas de la Liga Católica de Nabarra, los señores de Luxe, Armendaritz, Domezain y Etxautz. Pero antes de esta decisión, la reina de Nabarra ya había juzgado y  ejecutado a tres insurgentes católicos.

La contestación de los cabecillas fue al mes siguiente. Tras reunirse en Eyheralarre firmaron el Manifeste des gentilshommes et du peuple de la Basse-Navarre qui ont pris les armes contre l’établissement de la religion réformée fait par la reine de Navarre. A continuación se aprestaron nuevamente a la guerra, entablando nuevamente conversaciones con la Corte de Francia, quedando a espera de nuevas instrucciones.

Juana III de Nabarra pasó entonces a reclutar también soldados en Biarno. El embajador francés en la Corte de Nerac Lamothe-Fénelon, logró conseguir momentáneamente que no estallara la guerra, hasta que fuera beneficiosa para los proyectos de Catalina de Medici. Para ello primero habló con la reina de Nabarra sin mostrar las intenciones de la reina madre de Francia. Después con los insurrectos para aconsejarles que esperasen el apoyo militar de los ejércitos Reales y católicos de Francia. Pero la reina de Nabarra no se fiaba del católico embajador francés y por consiguiente envió una embajada a la Liga hugonote francesa, también en busca de apoyo militar.

Ya en junio del año 1568, en el Parlamento de Nabarra se había aprobado y registrado las Ordenanzas Eclesiásticas de la Iglesia nabarrista, dando así el último paso para su legitimidad política en el Estado de Nabarra, siendo esta legalidad la única necesaria.

PARTE 28ª: En busca de refugio entre piratas y hugonotes

A comienzos de septiembre del año 1568, una nueva oleada de refugiados hugonotes provenientes del Reino de Francia, entro en el Reino de Nabarra. Dicha oleada fue debida a que Carlos IX de Francia había reconocido como única Religión para su feudo, la doctrina de la iglesia de Roma, procediendo a expulsar a todos los pastores reformados y provocando una nueva revuelta sanguinaria en su Estado.

Pio IV intentó aprovecharse de tal situación para invadir junto a Felipe II el Reino de Nabarra y capturar a Juana III de Nabarra y quemarla en la hoguera, pero previo paso, claro está, de ser condenada por la Inquisición romana o española en un juicio farsa. Pero en las conversaciones que tuvo  Pio IV con los embajadores del rey español, las desavenencias fueron muchas, por lo que no llegaron a un consenso y finalmente la idea fracasó.

Juana III de Nabarra por otro lado, retrasaba una y otra vez las invitaciones de Carlos IX y Catalina de Medici, que la instaban para ir a la Corte de Paris junto a su hijo Enrique de Biana. Por la sencilla razón de que no iban a ir, pues conocía muy bien los sentimientos de la reina madre de Francia hacia ellos, los cuales eran de todo, menos amigables.

Ante tal reiterado desaire, pero cortésmente llevado a cabo por Juana III de Nabarra, Carlos IX de Francia planeó raptar a la reina de Nabarra y a sus dos hijos. Para ello encargó a Juan de Losses, raptar en primer lugar a Enrique de Biana. Le ordenó que debiera contactar con Muloc y Escars, quienes le ayudarían en dicha misión. El cardenal de Lorena-Guisa participó activamente en la preparación de dicho golpe. En el momento que se preparaba dicha trama, la reina de Nabarra se encontraba en el condado de Foix, apaciguando nuevamente al clero católico del Estado de Nabarra.

Cuando estaba en San Gaudens, la reina de Nabarra se reunió con unos enviados del príncipe de Condé y del almirante Coligny. Los cuales le informaron del complot existente contra su familia, ella incluida, y de la decisión de los hugonotes de levantarse en armas contra Carlos IX de Francia. Tras dicha información, Juana III de Nabarra regresó rápidamente a Pau, dejando al primer barón del condado de Foix al mando, con la orden expresa de convocar los Estados de Foix y lograr apaciguar los espíritus de ambas facciones, la católica y protestante.

La reina de Nabarra tras informar al Consejo Real de la situación, pasó a recoger a sus dos hijos y llevarlos nuevamente a Nerac, donde a las afueras de la población fueron recibidos por una escolta de nabarros reformados. La posición estratégica de Nerac era incuestionable, ya que su proximidad con el feudo protestante de La Rochelle, le daba una mejor vía de escape ante cualquier amenaza de secuestro, ya sea esta proveniente de la Santa Sede, de la Liga Católica de Nabarra, del Reino de España o del Reino de Francia.

En Nerac se encontró con su embajador nabarro destinado en Paris, Antonio Martel, el cual tras conocer la noticia de la maquinación, había salido apresuradamente de la ciudad de luz, para poner en aviso a la reina de Nabarra. Tras la confirmación, Juana III de Nabarra nombró a Bernando de Arros señor de Bosdarros y uno de los grandes señores de Biarno, teniente general del Reino de Nabarra.

Así pues, tras asistir junto a sus dos hijos a un culto de la Iglesia nabarrista, Juana III de Nabarra, sus dos hijos y cincuenta gentileshombres de nabarra como escolta, se marcharon de Nerac. Atravesaron el río Garona y cuando llega a Bergerac, Juana III de Nabarra escribió a Carlos IX de Francia, a Catalina de Medici, a Enrique de Valois-Orleans-Angulema duque de Anjou y al cardenal Carlos de Bourbon, diciéndoles que iba a La Rochelle presionada por las circunstancias, destacando la que suponía para su vida y la de sus hijos, el cual no era otro que el complot armado por los católicos del Reino de Francia, todo ello sin acusar directamente a ninguno de ellos, pero a su vez los señalaba a todos. A lo que había que unir esto a la similar y constante amenaza proveniente de la Santa Sede, del Reino de España y últimamente de la intransigente Liga Católica de Nabarra.

“La Familia Real de Nabarra está más segura entre hugonotes y piratas, que entre nobles y príncipes católicos”

El valeroso hugonote Clemont de Piles, llegó a Begerac para reforzar la escolta de la familia Real de Nabarra. En Mussidan, fue  el aguerrido Birquemant y sus soldados, los que se unieron a séquito de la reina de Nabarra. En Archiac les esperaba el príncipe de Condé y numerosos gentileshombres hugonotes, los cuales se sumaron con cuatro mil hombres a la escolta de la reina de los protestantes.

Ya en La Rochelle, feudo de piratas y hugonotes, el joven de quince años Enrique de Biana, en calidad de primer príncipe de sangre, fue nombrado jefe de los ejércitos protestantes, pero a petición Juana III de Nabarra, fue el príncipe de Condé el encargado de comandarlo. Entonces la reina de Nabarra aceptó así de forma oficial ser la reina de los protestantes, mediante el desarrollo del gobierno civil de las tropas hugonotas.

Incluso los piratas que se encontraban en el puerto reparando y preparando víveres para  subirlos a sus embarcaciones, para así atacar algún navío de la armada española, vieron con buenos ojos la llegada de la reina de Nabarra. Al día siguiente de la llegada de Juana III de Nabarra, se reunieron con ella en busca de una patente de corso, pero la reina de Nabarra les dijo que no les era necesario mientras hiciesen la guerra a los barcos españoles. Así pues, sin haber acabado el mes de septiembre, la nabarra Juana de Albret era reina de Nabarra, soberana de los hugonotes y ya también para los españoles “señora de los piratas”.

PARTE 29ª: Guerra, caos, destrucción, violaciones y muerte

En cuanto Carlos  IX de Francia leyó la misiva de Juana III de Nabarra, y la confirmación que de que la reina de Nabarra se encontraba en campo enemigo, ordenó la confiscación de todos sus bienes y el de sus hijos en suelo francés, sirva de ejemplo el ducado de Vendôme. Y en octubre los Parlamentos francés de Tolosa-Toulouse y de Bordele-Bordeaux dictaron una orden para ocupar militarmente todo el Reino de Nabarra. Dicha orden fue sancionada por la Comisión Real de Francia. Las tropas reales y católicas francesas iniciaron a proceder con la invasión, bajo la excusa de “la cautividad de la reina Juana de Albret y de su hijo” en La Rochelle.

Catalina de Medici ordenó entonces al ejército real francés, el cual estaba encabezado por el barón de Tarride, que invadiría el vizcondado de Biarno a sangre y fuego.

A comienzos del año 1569, los católicos del condado de Foix se alzan en armas contra la reina de Nabarra. El gentilhombre Caumont-Laforce, es el encargado de defender la legitimidad nabarra contra las tropas francesas que apoyaban a los insurrectos católicos. Ya en marzo en las tierras del Reino de Francia, el príncipe de Condé jefe del ejército hugonote murió en la batalla de Jarnac, apoderándose el miedo entre los soldados hugonotes. La reina de Nabarra les dirigió una encendida arenga en medio de la plaza de La Rochelle.

“¿Cuándo Juana puede esperar, tienen ustedes miedo? ¿Por qué Condé está muerto, creéis que todo está perdido para nosotros? ¡Todo el Derecho está con nosotros! ¿Nuestra causa ha dejado de ser justa? ¡No!”

Mientras los hugonotes nombraban a Gaspar de Coligny como nuevo Comandante en Jefe del ejército hugonote, dentro del Reino de Nabarra, el traidor Carlos de Luxe pasó a la acción militar contra el Estado Pirenaico. La Liga Católica de Nabarra estaba aliada con el Reino de Francia y habían coordinado sus acciones militares.

El traidor Carlos de Luxe se levantó en armas en las comarcas de Baxenaparra y Xiberoa-Sola, apoderándose de los castillos de Garris y Mauleon junto al hermano pequeño del señor de Belsunde y gobernador de Mauleon, el cual estaba junto a Juana III de Nabarra en La Rochelle.

Las tropas de los traidores insurrectos se dispusieron a invadir el vizcondado de Biarno, siguiendo las órdenes de Carlos IX de Francia con la intención de unirse al ejército Real francés. El valiente a la par de fanático católico, el capitán Bonasse, ocupo a sangre y fuego Oloron, extendiéndose desde ese instante la guerra por todo el territorio del Reino de Nabarra. El Pueblo se amparaba en los insurgentes católicos ante la inoperancia inicial de las tropas defensoras de la Iglesia nabarrista. Solo Pau, Navarrenx y Orthez resistían al empuje militar católico francés. El escenario político y legitimista del Reino de Nabarra comenzó a afectarse rápidamente, tornándose incluso anárquico.

Al traidor Carlos de Luxe le seguían los también traidores señores de Monein, Orégue, Gensanne de Orsanco, Arangois, Domezain, Echauz, Armendaritz, Uhart, entre otros. Estos señores obligaban a los pastores de la Iglesia nabarrista a cambiarse a la Iglesia de Roma. Le exigían asistir a misa bajo pena de muerte. El pastor de Montory en Xiberoa-Sola, Juan Nouguez de cuarenta años fue asesinado. Un fiel de la doctrina de la Iglesia nabarrista de la misma localidad, Domingo Artigoity de cuarenta y cinco años, fue ahorcado en un árbol por el mismo motivo, maltratado y dado por muerto fue abandonado, pero conservó la vida gracias a su fuerte constitución y a que fue descolgado por una pareja de protestantes que huía en la oscuridad de la noche de Montory.

A María Etchecopar, también de ese pueblo, sus verdugos católicos no cesaron de enseñarse con ella. La violaron repetidas veces antes de colgarla por los pies y ahogarla en el río Retsu. Los asesinatos de pastores y laicos de la Iglesia nabarrista se repetían por todos los lugares del Estado Pirenaico.

Los cuerpos de los muertos protestantes, muy numerosos, eran arrojados a los distintos ríos del País. Los que habían sido enterrados fueron desenterrados, desnudados y por supuesto echados a los ríos por los soldados fanáticos católicos franceses y por los fanáticos traidores de la Liga católica de Nabarra.

Violaciones, torturas, asesinatos, ejecuciones y profanaciones a los miembros de la Iglesia reformada de Nabarra, pastores o laicos, se sucedían por todo el Estado Pirenaico bajo el amparo ilegal del gobernador francés Peyre, el cual había sido impuesto por Carlos IX de Francia.

PARTE 30ª: El ejército auxiliador de Juana

Los franceses habían aplicado la ley de terror por todo el Reino de Nabarra, fueron pocos los nabarros seguidores de la Iglesia nabarrista los que escaparon a tan atroz acto de violencia en nombre de la Fe católica. Entre los que lograron salvar su pellejo estaban algunos pastores calvinistas de más o menos importancia. Estos pastores fueron G. Brun, Pedro Martel, el español exiliado Sabater, Pedro Garruila, todos ellos torturados por sus carceleros y el más importante, el suizo Pedro Viret, el cual recibió buen trato por orden de Monluc.

El ejército católico que más muerte había causado fue el comandado por los señores de Luxe y Domezain. A sus órdenes estuvieron 6.000 soldados vascos, 12 compañías de caballería y una artillería formada por 20 cañones. El ejército de la corona francesa estuvo formado por 4.000 gascones y 2.000 católicos de Biarno, mientras que las fuerzas nabarras del señor Bernando de Arros eran muy, pero que muy inferiores.

En mayo del año 1569 la artillería católica entró en acción en el asedio de la plaza fuerte de Navarrenx. No fue hasta el mes de junio cuando llegó a través de un enviado del hermano del señor de Bosdarros, llamado Louvie, noticias de la llegada de una expedición de socorro preparada por Juana III de Nabarra. Como avanzadilla, en el mes de junio, llegó un emisario uno de los mejores jefes del ejército de la Reina de Nabarra, el barón de Montamat. Llevaba cartas del propio barón y del conde de Montgomery, que anunciaba a los sitiados la llegada del ejército auxiliador.

Las tropas nabarras que defendían Navarrenx, llevan resistiendo un asedio de tres meses y medio a un poderoso ejército católico, pero carente de una persona inteligente a su mando, el general francés Terride. Las bajas nabarras sumaban solo treinta y cuatro muertos en lucha y seis por enfermedad; mientras que las bajas de en el ejército de los invasores y traidores, sumaban ya los 1.000 hombres muertos.

El ejército auxiliador creado por la reina de Nabarra para liberar el Estado Pirenaico, fue comandado por Gabriel de Lorges conde de Montgomery. Para facilitar la expedición Juana III de Nabarra empeñó sus joyas personales, preciosos tapices y el famoso rubí Balais. Contra la entrega de esos objetos, Isabel I de Inglaterra le envió 10.000 angelots, balas de cañón, seis cañones y la pólvora requerida para su uso.

A finales de julio el ejército de socorro formado por 4.000 hombres y 500 caballos, salió de Castres, entrando en Bigorre el segundo día de agosto y tres días después entraron en el vizcondado de Biarno por Pontacq. El general francés Terride, rápidamente retiró la artillería del asedio de Navarrenx por consejo de Monluc. La repartió entre Orthez y Mauleon. Mientras los vascos que estaban al servicio del traidor señor de Luxe se dispersaron por el hostigamiento de los hombres del señor Bernando de Arros, retirándose a Baxenaparra.

El grueso del ejército Real de Nabarra llegó a Orthez el 8 de agosto y después, concretamente el día 22, entró triunfante en Pau. El duque de Anjou escribió a Juana III de Nabarra y a Enrique de Biana, pidiéndoles la liberación del general Terride, de Sainte-Colomme y de Gohas, sus tres jefes militares, amenazando de que si no eran liberados, él mataría a todos los prisioneros hugonotes, pero tanto Terride como Gohas habían muerto a tiros de arcabuz en Navarrenx, en el momento que intentaban fugarse por el tejado del edificio en el cual estaban prisioneros. Así se lo comunicó la reina de Nabarra en su carta de contestación.

Por otro lado, el gobernador de Navarrenx Bertrán de Gabastan fue acusado de traición al haberse puesto de acuerdo con Moluc.  Fue hecho prisionero, juzgado sumariamente y ejecutado por traición, antes de pudiera dar la señal de invasión a 4.000 soldados católicos españoles que estaban esperando para penetrar en el Reino de Nabarra por la comarca de Baxenaparra; dicho ejército de Felipe II de España estaba posicionado en Orreaga-Roncesvalles. Visto lo visto, el gobernador Esgoarrabaque de Oloron se fugó y nunca más se supo de él, mientras que el obispo católico Claudio Régin cruzo los Pirineos y se refugió en Zangotza-Sangüesa.

Las tropas nabarras encabezabas por el señor de Agramont, el cual había resistido la invasión francesa junto a su combatiente y amada esposa Helena en el castillo de Bidatxe, penetraron en los valles de Baxenaparra, expulsando al señor de Luxe. Los católicos traidores al Estado de Nabarra, se atrincheraron entonces en Donibane Garazi. Carlos de Luxe envió un correo al virrey española de la Alta Navarra Juan de la Cerda y Silva, duque de Medinaceli, en busca de apoyo militar. El soporte militar español llegó rápido, ya que los 4.000 soldados españoles aún permanecían dispuestos en el paso de Orreaga-Roncesvalles. Las tropas nabarras de Antonio de Agramont pasaron a ser las perseguidas, pero su retirada estratégica les permitió reagruparse rápidamente, alcanzando una gran victoria tras guiar a las tropas españolas a una emboscada. El ejército español se retiró desperdigado a la Alta Navarra, mientras que los traidores capitaneados por Carlos de Luxe, buscaron refugio en los valles de Xiberoa-Sola abandonado Donibane Garazi, antes de que el señor de Agramont pudiera formar un nuevo cerco de acoso.

Así pues, en solo quince días, gracias a la resistencia del señor de Bosdarros, unida a la llegada del ejército auxiliador comandado por el conde de Montgomery, ya se había liberado el vizcondado de Biarno y la comarca de Baxenaparra de la ocupación militar francesa y de los traidores sublevados contra Juana III de Nabarra. Todo ello sin causar daño alguno a la población civil, ni destruir nada. Incluso, el 22 de septiembre el conde de Montgomery, en representación de Juana III de Nabarra, ordenó la prohibición de la pena de muerte. Siete días más tarde quedaron confiscados todos los bienes de los traidores, ya estuvieran vivos o muertos, estableciendo que fueran vendidos y que las ganancias debían ser entregadas a los soldados del señor Bernando de Arros y del señor Antonio de Agramont.

Tres días más tarde les tocó recibir la factura a los eclesiásticos de la Iglesia de Roma, cuyos bienes fueron confiscados, templos incluidos, privándole a la enemiga y sanguinaria Iglesia de Roma de sus pedestales de predicación del odio, desde donde arengaban a sus fieles a levantarse en armas contra Juana III de Nabarra. Dichos bienes fueron para el Consejo Eclesiástico de la Iglesia nabarrista. Finalmente el 10 de octubre se llevó a cabo el primer Sínodo de la Iglesia nabarrista en Lescar, al cual acudieron los pastores de Biarno, Baxenaparra, Xiberoa-Sola y Laburdi-Labourd.

PARTE 31ª: Liada normalización del Reino de Nabarra

La primera misión que tenían los libertadores del Reino de Nabarra, era la de reorganización de la Iglesia nabarrista, ya que los católicos franceses y los traidores católicos del Reino de Nabarra, habían asesinado a casi la totalidad de los sus pastores por defender la Fe nabarrista. Ello implicaba a su vez, el intentar hacer desaparecer por completo y lo más rápidamente posible, la sanguinaria, maligna, brutal e impositora Iglesia de Roma, de todo el territorio del Estado de Nabarra.

El general del ejército auxiliador estuvo presente en el Sínodo de LEscar, traes ello marchó a Bigorre y después a Armagnac, para reunirse posteriormente en Garonne, con el comandante en jefe del ejército hugonote el almirante Coligny, el cual estaba acompañado por el príncipe Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret. Éste en nombre de la reina de Nabarra ascendió al barón de Montamant Guillermo de Astarac, al rango de teniente general del Reino de Nabarra, por su destacaba contribución durante la liberación del Estado Pirenaico. Sería el barón de Montamant junto al señor de Bosdarros, los designados de gobernar el Estado de Nabarra en ausencia de Juana III de Nabarra.

El 28 de enero del año 1570 se publicó en el Estado Pirenaico una orden Real con 19 artículos contra la Iglesia de Roma, el clero, los monjes y los titulares de oficio católico. El ejercicio de la religión romana quedó abolido en todo el País. Los sacerdotes y monjes católicos tendrán que salir de todas las tierras del Reino de Nabarra. El último día de mayo, Juana III de Nabarra envió una nota a la Cancillería de Nabarra y al Consejo soberano de Biarno, apelando a la orden Real por lo que se tenía que juzgar, en un plazo máximo de 15 días, a todos los sediciosos y traidores, ya fuesen jefes u oficiales, escapados, prisioneros e incluso a los que ya estaban muertos. El tablón de proscritos debía poner en sitio público.

El traidor Carlos de Luxe seguía batallando esporádicamente contra la legitimidad de Juana III de Nabarra, siendo el barón de Montamant el encargado de combatirle tras la marcha del general Montgomery a La Rochelle. El renegado de Luxe saqueaba iglesia nabaristas, asesinaba a inocentes e incluso llegó a quemar su castillo de Mauleon.

Por otro lado el señor de Bosdarros se había dirigido a Donibane Garazi para castigar a los traidores señores de Audaux, Domezain y Armendaritz, los cuales se habían amotinado en dicha ciudad, que era la capital militar de Baxenaparra. Los traidores fueron sitiados, pero lograron huir antes de la rendición de la ciudad. Las tropas de la reina de Nabarra, tras pasar unos días en Donibane Garazi, volvieron al vizcondado de Biarno.

Carlos IX de Francia no había aceptado el descalabro militar en su invasión al Reino de Nabarra. Además todavía quedaban vascos y bearneses contrarios a la Iglesia nabarrista. El traidor de Luxe pidió entonces ayuda al monarca francés. Concretamente le instó a realizar una nueva invasión del Estado de Nabarra, mientras encomendó a subordinado Juan de Losses nuevas acciones militares de insurrección contra los nabarros fieles a Juana III de Nabarra.

Carlos de Luxe, que durante ese tiempo había permanecido oculto en Xiberoa-Sola, reunió sus tropas en Barcus para a continuación atacar Moumour, pero rápidamente tuvo que retirase ante la llega del señor de Bosdarros. Durante la noche el traidor de Luxe abandonó Santa María, poblado donde se había refugiado, huyendo a Baxenaparra, donde el insidioso de Luxe continuó manteniendo la agitación en el espíritu de las gentes católicas. Incluso en el mes de julio, incitó a las habitantes del valle de Baretous para que se pusieran como súbditos de Carlos IX de Francia.

Alentado por la actitud afrancesada y católica del traidor de Luxe, el cardenal de Lorena-Guisa respondió favorablemente a la invitación de guerra llevaba a cabo por el sedicioso vasco, haciendo llegar desde Baiona-Bayonne a Nogaro para preparar un nuevo ejército francés de invasión. Pero el 8 de agosto se firmó la paz de Saint-Germain, que ponía fin a la sangrienta guerra de religión en el Reino de Francia, impidiendo las formaciones de nuevos ejércitos en ese País, tanto a hugonotes como a católicos aunque fueran a combatir al extranjero Estado de Nabarra. Dicho tratado de paz fue firmado por el almirante de Coligny y Carlos IX de Francia, pero en realidad fue ideado y negociado entre Juana III de Nabarra y Catalina de Medici.

A pesar de tener todo en contra, el traidor de Luxe marchó de nuevo a Baxenaparra para reunirse con los otros insubordinados, concretamente con los señores de Domezain y Armendaritz. Juntos, los tres sediciosos vascos volvieron a tomar Donibane Garazi, pero esta vez bajo la protección católica de virrey español de la Alta Navarra. Juana III de Nabarra, por diplomacia y para que así Felipe II de España no tuviese una excusa por la cual invadir militarmente el Estado de Nabarra, ordenó a los tenientes generales del Reino de Nabarra que no interviniesen.

Este acto nuevo de sedición dejaba ver a las claras que la pacificación ansiada por Juana III de Nabarra, no se había logrado aún en Baxenaparra. Por ello ordenó al señor de Bosdarros la publicación en todo el Estado Pirenaico la noticia de una amnistía general, restableciéndose así la Justicia nabarra, mientras que por otro lado quedaba expulsada del Reino de Nabarra la Iglesia de Roma. Todos los señores católicos que se habían alzado contra la reina de Nabarra aceptaron el perdón y rindieron sus armas. Salvo el traidor de Luxe, que escapó a la Alta Navarra y se escondió en Otsagabia-Ochagavía.
Continuará…

PARTE 32ª: Bidatxe; la añoranza de Juana y su negativa a un matrimonio de conveniencia

Con una relativa tranquilidad existente en el Reino de Nabarra, el señor de Agramont acudió junto a su amada Helena a Baiona-Bayonne, para atender el requerimiento municipal de dicha ciudad. Al fin y al cabo, Antonio de Agramont era su presidente-alcalde. El 21 de octubre, durante el pleno reunido, se le presentó ciertas alegaciones sobre las pretensiones que tenía la corporación sobre un puente, el cual estaba situado en su feudo señorial de Bidatxe. Sin dudarlo por un segundo el señor de Agramont respondió:

“El dicho lugar de Bidatxe es tenido por mi como soberanía, salvo que la reina o el rey de Nabarra, debido a su grandeza, quisieran y pudieran disponer de él”.

Los asistentes se molestaron abiertamente y enviaron un mensajero hasta La Rochelle. Éste se presentó ante  Juana III de Nabarra para informarle que el señor de Agramont se había sublevado contra ella. La reina de Nabarra no entendía nada de lo que decía ese desconocido de su siempre leal amigo Antonio de Agramont, así que le preguntó en que basaba dicha afirmación. El correo laburtarra le dijo las misma palabras que en Baiona-Bayonne había dicho el señor de Agramont. Esto provocó una gran carcajada en Juana III de Nabarra, la cual sorprendió a los presente ya que nunca le habían visto reírse de esa forma y ciertamente, tampoco de ninguna otra. Juana III de Nabarra tras extinguir sus carcajadas, pero todavía con una sonrisa en la cara, le contestó:

“No quiero, ni puedo disponer de Bidatxe, ya que dicho paraje posee desde hace muchos años mi corazón”.

De todas formas esta noticia sin ningún interés político real, le trajo enormes recuerdos a la reina de Nabarra, más aún en un momento en el cual estaba sobre la mesa la candidatura firme de una esposa su hijo Enrique. Esta era una princesa francesa, antigua pretendiente de cuando aún ambos eran unos niños. Se llamaba Margarita de Valois-Orleans-Angulema, y era la hija de su enemiga Catalina de Medici.

Dicha propuesta de matrimonio se había discutido durante la firma del tratado de paz de Saint-Germain, pero durante las negociaciones no se había llegado a un acuerdo, principalmente por la reticencia de la reina de Nabarra, la cual se excusó afirmando que antes lo tenía que consultar con su hijo el príncipe de Biana. Los jefes hugonotes con el almirante Coligny al frente, insistieron en reiteradas ocasiones a Juana III de Nabarra de la conveniencia de dicho contrato matrimonial, especialmente para la causa de la Iglesia reformada de Francia.

La reina de Nabarra se había reunido en privado con su hijo horas antes de la llegada del emisario de la ciudad de Baiona-Bayonne, precisamente para hablar de su posible matrimonio con Margot. En dicha reunión decidieron ir adelante con el proyecto matrimonial, pero aún Juana III de Nabarra no se lo había comunicado al almirante Coligny, ni a nadie. La única condición que ponía el príncipe de Biana era que la princesa francesa se convirtiese al protestantismo, algo que su madre veía con muy buenos ojos. Pero la idea de Juana III de Nabarra cambió cuando se puso a recordar lo que ella, en su juventud, había vivido en Bidatxe por amor.

Los paseos que había dado junto al único hombre que había amado en mente y cuerpo. Las poesías que le recitó a su amado al cobijo de la sombra de los árboles. Las caricias furtivas y los primeros besos. Las miradas cómplices durante las cenas, junto a las hermosas escapadas nocturnas entre alborozos, sonrojos y risas.

Todo ello le hizo tener claro una cosa, el amor está por encima de la política y de la religión, pensamiento que había permanecido oculto en lo más profundo de su cerebro, tras esconderlo ella por la traición llevada a cabo por Antonio. Estaba claro cuál era la pregunta que debía hacer a su hijo. Por ello se levantó y salió en busca de Enrique. Este estaba en el patio practicando esgrima con su más fiel amigo, el cual no podía ser otro más que el hijo de los señores de Agramont, que la reina de Nabarra había llevado consigo a La Rochelle, por petición expresa de sus leales amigos Antonio y Helena, antes de que se produjera la invasión del Reino de Nabarra por parte del ejército católico francés. Juana paró el combate y le preguntó a Enrique:

“Hijo, ¿Tú amas a Margot?” A lo que rápidamente su hijo contestó: “No madre”. A continuación la reina de Nabarra se volvió a los presentes y exclamó públicamente: “No hay boda”.

PARTE 33ª: El retorno de la reina y la libertad de culto

La decisión de Juana III de Nabarra enfadó a todos los jefes hugonotes, especialmente al almirante Coligny. Pero éste muy bien sabía que cuando la reina de Nabarra comunica una decisión, esta ha sido tomada con firmeza y que pocas veces variaba de opinión. Por ello, para no incentivar más la obcecación en dicha decisión de Juana III de Nabarra, dispuso esperar a la conclusión del Sínodo de la Iglesia reformada de Francia, el cual se iba a celebrar en el fortaleza de La Rochelle.

Dicho Sínodo fue presidio por Teodoro de Bèze amigo de Juana III de Nabarra. La reina de Nabarra aprovechó para consultar a los miembros de la asamblea, si en conciencia podía conservar en sus cargos del Reino de Nabarra, a los oficiales y nobles católicos, o tener a su servicio a gentes que profesaban dicho credo. El presidente de la asamblea le contestó formalmente, tras deliberarlo con los otros miembros, que en nada se podía oponer, siempre que dichos católicos fueran pacíficos y llevasen una vida ordenada.

Juana de Albret y Enrique de Bourbon y Albret, firmaron junto a Teodoro de Bèze, el cardenal Chatillon, Enrique de Bourbon-Condé y otros insignes protestantes, la aplicación de una estudiada Confesión de Fe para la Iglesia reformada de Francia. Pero Juana III de Nabarra andaba preocupada por otro asunto, concretamente si esta conducta en consonancia con la disciplina eclesiástica de la Iglesia reformada de Francia, podría afectar de algún modo a la Iglesia nabarrista y a otros posibles credos existentes en el Reino de Nabarra, pues acababa de llegar a La Rochelle una propuesta de restablecimiento del culto católico desde los Estados Generales de Nabarra. Pero esto era algo que se debía estudiar solo por nabarros, no por los franceses aunque sean reformados, así que pospuso su decisión hasta volver al Reino Pirenaico.

Tras el Sínodo, el almirante Coligny partió hacia Paris con la obligación de informar a Carlos IX de Francia de que no se iba a producir el matrimonio entre su hermana y el príncipe de Biana. Ese era el motivo principal por el cual no le acompañaba la reina de Nabarra, que junto a su hijo el príncipe de Biana, los príncipes de Condé y de Conti, del conde de Nassau y el hijo de los señores de Agramont, partieron hacia el Reino de Nabarra, llegando a Pau a finales de agosto del año 1571.

En la ciudad de Pau se celebró un nuevo Sínodo de la Iglesia nabarrista, por mandato de la reina de Nabarra, Jefa de la Iglesia reformada de Nabarra. En él, se debatió sobre el uso de las rentas eclesiásticas reformadas, además de las cuestiones administrativas y de organización interior.

El obispo de Baiona-Bayonne no perdió el tiempo en mostrar su rechazo a la celebración del Sínodo de la Iglesia nabarrista. Tras ponerse en contacto con Carlos IX de Francia, logró del monarca francés su permiso para apoderarse de los bienes de la reina de Nabarra que aún poseía en el Reino de Francia. Juana III de Nabarra envió una comisión por todo el territorio soberano de Nabarra, con la orden de hacer leer, publicar y registrar en todo el Reino Pirenaico, las nuevas Ordenanzas concernientes a la Religión, el las cuales se acordaba devolver los bienes eclesiásticos católicos confiscados al comienzo del conflicto, tanto a Baiona-Bayonne como a Orreaga-Roncesvalles.

Pero lo más importante que aparecía en dichas Ordenanzas, fue la aportación personal de la propia Juana III de Nabarra, que había promulgado como Jefa del Estado Pirenaico y también como Jefa de la Iglesia nabarrista, el Manifiesto de los Gentileshombres y del Pueblo de Nabarra, que procuraba la libertad de culto para todos los nabarros, algo que ya demandaban sus compatriotas católicos cuando aún estaba en La Rochelle. Este importante manifiesto no tuvo ningún tipo de oposición por parte de los ministros de la Iglesia reformada de Nabarra.

PARTE 34ª: El asesinato de Juana

En la Corte francesa de Paris, la paz entre hugonotes y católicos estaba resultando palpablemente incómoda. Los príncipes y nobles católicos estaban indignados por las concesiones en materia religiosa realizadas a los hugonotes por Carlos IX de Francia. El propio rey francés estaba tratando de dogmatizar su independencia con respecto a su dominante madre Catalina de Medici, pasando a tener como consejo personal al almirante hugonote Coligny, el cual a su vez estaba considerando poner al Reino de Francia en guerra contra el Reino de España, para así, bajo el amor patrio, llegar a unificar al Pueblo francés.

Pero Catalina de Medici tenía sus propios planes para alcanzar la unidad. Sabedora del interés inicial del almirante Colingy sobre el matrimonio entre su hija Margot y el príncipe de Biana, pasó a aproximarse al líder hugonote, buscando con ello un aliado político del entorno de Juana III de Nabarra, y así poder convencerla finalmente. A decir verdad, ambos eran los principales valedores para la consecución de dicho matrimonio y en esto, rápidamente se pusieron de acuerdo para convencer a Carlos IX de Francia en primer lugar, y éste de igual a igual, presionar a la reina de Nabarra.

Pero era necesario que la reina de Nabarra se personara en la Corte francesa. Para conseguir que Juana III de Nabarra fuese a Paris, le comunicaron que era obligada su presencia para que se le restituyeran los diferentes bienes y feudos en suelo francés, que se le habían confiscado durante la guerra de Nabarra, la cual estaba enmarcada en el contexto político-religioso de la tercera guerra de Religión francesa.

Juana III de Nabarra aceptó, pero tuvo un mal presentimiento antes de salir de Pau en noviembre del año 1571. Cosa rara en ella, lloró despidiéndose de sus hijos Enrique y Catalina. Tras varias paradas en el camino, conscientemente prolongadas, llegó a París en enero del año 1572 para resolver los supuestos asuntos relacionados con sus bienes confiscados. Pero al llegar, Catalina de Medici le informó que debían tratar en primer lugar lo concerniente a un acuerdo amplio sobre el contrato matrimonial para sus hijos, pues la realización de dicha boda debía realizarse por el bien de la paz. Juana III de Nabarra miró entonces al almirante Coligny. Éste se hizo el loco diciendo que él no sabía nada del asunto expuesto por la reina madre de Francia, pero que sería conveniente intentar que se llevara a cabo por el bien común.

Juana III de Nabarra lo único que odiaba en este Mundo era la Corte de Paris por todo lo que significaba, tanto en materia política, como religiosa y especialmente en materia humana. La reina de Nabarra quería zanjar pronto este tema, recordándole a Catalina de Medici que ella ya se había negado a dicho matrimonio, al igual que su hijo. En la misma cara de Catalina de Medici, Juana III de Nabarra le acusó que su objetivo principal, por no decir el único, era separar a su hijo de ella y de Dios.

Por otro lado, el almirante Colingy se puso en comunicación con el príncipe de Biana a través de intermediarios de confianza de ambos. Todo con la simple intención de convencer al príncipe de Biana y así  accediera al matrimonio, ya que finalmente era la única persona en el Mundo que podría convencer a Juana III de Nabarra sobre este asunto. Tras dos meses de tensan negociaciones entre Catalina de Medici y Juana III de Nabarra y de la labor constante de los mandados del almirante de Conigny con el objetivo de convencer a Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret, éste fue convencido y envió una carta a su madre comunicándole su decisión firme de casarse definitivamente con Margot. Así pues, Juana III de Nabarra fue convencida, pero al estar horrorizada por la decadencia existente en la lujuriosa e hipócrita Corte francesa, escribió a su hijo:

“Margot es hermosa, discreta y elegante, pero ha crecido en la más viciosa y corrupta atmósfera imaginable… No puedo ver que alguien de aquí haya escapado a su veneno... Por nada en la tierra quisiera que tú vivieras aquí… Por lo tanto, deseo que si te casas con Margot os retiréis de esta corrupción y residáis en Nabarra…  Aunque sabía que era mala la Corte francesa, la he encontrado aún peor de lo que recordaba y me temía... Si estuvieras aquí no te escaparías sin una intervención especial de Dios...”

Enrique de Biana con su hermana Catalina de Bourbon-Nabarra y Albret, acompañados de todos los funcionarios de la Corte del Estado Pirenaico, la flor y nata de la nobleza del Reino de Nabarra, incluido el señor soberano de Agramont-Bidatxe junto a su amada y amante esposa Helena, llegaron a Paris en el mes de abril, vestidos únicamente de negro riguroso.

Enrique de Bourbon-Nabarra y Albret fue directo al castillo de Blois,  donde correspondía firmar el contrato matrimonial de acuerdo a las negociaciones. Sintiéndose supremamente impotente para detener el matrimonio, Juana III de Nabarra hizo ciertas exigencias. Tras no poder conseguir la conversión al protestantismo por parte de la princesa Margot, ya que no lo aprobaban ni Carlos IX de Francia ni Catalina de Medici, Juana III de Nabarra ganó todas las demás exigencias. A parte de una gran dote que debía aporta el rey de Francia por su hermana Margot, insistió en que el cardenal de Bourbon debía ser el que realizara la ceremonia, pero no como un sacerdote, sino como un príncipe. La boda no se realizaría en una iglesia, sino fuera de ella, y que su hijo Enrique no debería acompañar, bajo ningún concepto o escusa, a su esposa a la iglesia para escuchar la misa católica.

Tras la firma del contrato matrimonial, la reina de Nabarra se reunió por fin con el rey de Francia por primera vez desde que estaba en la Corte de Paris. Carlos IX de Francia, con una actitud de lo más hipócrita, abrazó efusivamente a Juana III de Nabarra antes de estar durante dos horas reunidos. Ese tiempo fue el que costó que se le devolvieran a la reina de Nabarra todos sus bienes y posesiones en territorio francés, que anteriormente se le habían embargado. En dicha reunión también estuvo presente Catalina de Medici, faltaría más.

Pero Juana III de Nabarra se encontraba perturbada y atormentada en la Corte de francesa, odia todo de ella y eso le lastimaba el corazón. Incluso, por el bien de su salud, estaba pensando en marcharse de Paris sin que se llevara a cabo el matrimonio, pero el almirante Coligny se opuso frontalmente a tal decisión, convenciendo a la reina de Nabarra que ya era muy poco el tiempo que iba a estar en esa Corte, nido de hipócritas.. Los preparativos para la boda ya estaban hechos e incluso había llegado una dispensa papal desde Roma, para así poder casarse una católica con un protestante. Nada más se conoció el contrato matrimonial en Roma, el papa Gregorio XIII, a través de su delegado papal en el Reino de Francia, había intentado que Carlos IX de Francia rompiese su palabra dada a la reina de Nabarra y que casase a su hermana con el rey de Portugal. Pero los preparativos ya estaban hechos y todos, nabarros, franceses, romanos, etc., partieron de Blois a Paris el día 15 de mayo.

Mientras Catalina de Medici puso en juego todos sus recursos para las fiestas que debían rodear a los días anteriores y posteriores a la boda, Juana III de Nabarra se relajaba un poco ante la situación ocurrente, alejando sus temores y oscuros pensamientos. El día 4  de junio, la reina de Nabarra acompañó de compras por Paris a Catalina de Medici. Estuvieron en varios negocios de manera muy distendida. El último comercio que visitaron fue la tienda de Renato de Florencia, alquimista, perfumista, modisto, etc. personal de Catalina de Medici. Renato de Florencia le entregó a Juana III de Nabarra unos hermosos guantes “perfumados”, como regalo en nombre de su protectora y benefactora Catalina de Medici. La reina de Nabarra, tras ponerse los guantes y comprobar que tenían un tacto esquisto, pasó a hablar con la reina madre de Francia de las preciosas cosas que tenía ese prestigioso artesano florentino. Allí estuvieron más de una hora en la cual tomaron un refrigerio líquido. Después, Juana III de Nabarra se quitó los guantes y salió con Catalina de Medici del comercio. Nada más salir, la reina de Nabarra se sintió alterada, con el corazón acelerado y fuertes mareos, desmayándose a continuación.

Juana III de Nabarra fue apresuradamente trasladada al castillo de Blois. Allí los desmayos se convirtieron en vértigos y fue acostada. Ya en la cama comenzaron a sucederse los delirios. El día 8 la reina de Nabarra en un momento de lucidez hizo su testamento, donde especificó donde y como debía ser enterrada.

“Quiero y ordeno que mi cuerpo sea inhumado en el lugar donde está inhumado el difunto Enrique, mi padre, y sin ninguna pompa, según la Religión Reformada”.

Tras veinticuatro horas de insufribles dolores y una enorme agonía, Juana III de Nabarra murió asistida en su último aliento por su amigo el pastor reformado Juan Raimundo Merlin.

Catalina de Medici, de la forma más hipócrita y farsante posible al estar intencionadamente junto a una planta de Belladona, manifestó sin que nadie se lo pidiese o preguntase, su más profundo dolor y pena por la muerte de Juana III de Nabarra. A continuación pasó suspender todas las fiestas y diversiones relacionadas con la boda.

Al cuerpo de Juana III de Nabarra se le realizó una autopsia por los médicos personales de Catalina de Medici, tras haber aparecido unas extrañas manchas oscuras post mortem, en la piel del rosto de la reina de Nabarra. Unas sombras e imperfecciones de la piel, que rápidamente había tapado Catalina de Medici con un espeso velo.

Los médicos de Catalina de Medici llegaron avivadamente a la conclusión de que Juana III de Nabarra no había sido envenenada. Por cierto, los famosos guantes habían desaparecido el mismo día del suceso y la planta de Belladona la había hecho traer a Paris Catalina de Medici desde la Península Itálica. Las pócimas o perfumes que se pueden realizar con esta planta, si se usa en pequeñas dosis, tienen la facultad de dilatar las pupilas haciéndolas más atractivas. Pero al contener la sustancia química de la atropina, una droga aceleradora del ritmo cardiaco, su consumición y también el contacto con dicha sustancia en altas dosis, es un veneno poderoso y resulta francamente mortal.

Tras ello el cuerpo de Juana III de Nabarra fue encerrado en una caja de plomo cubierta con un simple paño negro. En una carreta mandada por dos caballos llegó el cuerpo de la reina de Nabarra a Lescar. En la catedral de Nuestra Señora, siguiendo a raja tabla sus últimas órdenes, fue enterrada junto a sus padres y antepasados, la reina de Nabarra Juana de Albret.

FIN

ANEXO LEYENDAS

Juana III de Nabarra fue una reina excepcional, ciertamente una mujer adelantada en muchos sentidos a su tiempo. Un perfil de mujer fuerte desde la infancia, indomable en su juventud, que no se dejaba someter por nada, ni por nadie, pues no entendía la sumisión de la mujer al hombre, ni la del Estado de Nabarra a otros Estados. Su carácter indomable, su defensa del amor, primero en una relación sana basada en la complicidad y la lealtad, tanto mental como carnal, después el incondicional amor hacia su familia y a sus pocos amigos, sin olvidarse del amor patrio y de la libertad de culto en paz.

Esta mujer libre pensadora, valiente ante todas las adversidades que se encontró durante su vida y sobre todo, coherente con sus ideas familiares, religiosas y su Nación nabarra, tiene dos hermosas leyendas, las cuales fueron realizadas en su época basadas en hechos históricos cuando aún estaba viva Juana III de Nabarra. En ellas se observa la admiración de todo el Pueblo nabarro; por un lado el de la Alta Navarra, sometido y sojuzgado por los españoles y por otro lado, el libre que luchaba contra la imposición tiránica religiosa de la Iglesia de Roma.

Hay que recordar, que las leyendas son narraciones orales o escritas, con mayor o menor coexistencia de elementos imaginativos y reales, que generalmente se intentan pasar por verdades fundadas o ligadas a elementos históricos en unos casos, pero en otros están basado en una realidad adornada para dar más énfasis, pues en muchos casos lo que se quiero es lograr algún objetivo, normalmente de fin político y/o religioso. Todas las leyendas que han llegado a nuestros días, se transmitieron de generación en generación, casi siempre de forma oral,  y por ello están siempre supeditadas a supresiones, nuevos añadidos e incluso, modificaciones, al dar cada persona su toque personal.

Así pues, paso a relataros la leyenda que más me gusta de Juana III de Nabarra. Su origen está situado en un contexto muy especial y de gran importancia política para el Estado de Nabarra. Tras ser nombrada reina de Nabarra junto a su entonces amado y amante esposo Antonio de Bourbon, éstos que ya habían hablado sobre el tema incluso cuando eran amantes secretos, decidieron recuperar militarmente las tierras ocupadas por los españoles al sur del Pirineo y con ello, romper las cadenas imaginarias que esclavizaban en la vida real a los nabarros surpirenaicos, justo en un momento en el cual hasta los traidores beaumonteses estaban descontentos con la forma de gobernarles los virreyes españoles, impuestos por la Corona de España.

Juana en la selva del Irati

Concretamente la aparición de esta bella leyenda patriótica tuvo lugar en los valles colindantes a la selva de Irati, Aezkoa y Zaraitzu, los cuales sufrían una intensa ocupación militar española, Dichos militares invasores españoles, reprimían con gran violencia cualquier indicio de patriotismo nabarro que entendían ver en las gentes de dichos valles.  Por eso, cuando la oscuridad de la noche se adueñaba de los valles y las casas, en la única privacidad que les otorgaba el fuego de sus hogares, en familia o cuando se reunían con sus amigos y vecinos, comenzó a ser escuchada una leyenda patriótica en torno a la legítima reina de Nabarra, Juana de Albret.

Esta comenzó a transmitida en secreto, de boca en boca, mientras coincidían los leñadores en el bosque o cuando algún habitante de otro pueblo de la Alta Navarra llegaba a sus pueblos y lo cobijaban en sus casas, alcanzando rápidamente los valles próximos y posteriormente extendiéndose por el resto del territorio de nuestro Estado de Nabarra, llegando hasta la actualidad de las mentes de los soberanistas nabarros, que nos dicen:

En los días de niebla, las personas que se introducen sin temor en la selva de Irati, si tienen intuiciones y prestan atención, podrán ver la majestuosa figura de la reina Juana III de Nabarra salir engalanada con la armadura Real de Nabarra entre la bruma. Si nos fijamos bien, la vemos acompañada por su marido, un gran guerrero, y detrás de ellos marchan al menos cien leales caballeros nabarros, fuertes, valientes y patriotas, que se disponen seguros de ello, a liberar todas las tierra pertenecientes al Estado de Nabarra del sur de los Pirineos, donde aún día y por desgracia nuestra,, el Pueblo nabarro se encuentra sometido, sojuzgado y esclavo por la ocupación de las tropas invasoras españolas y su sangrienta represión.

Al norte del Pirineo, los nabarros libres y más concretamente los del vizcondado de Biarno, crearon otra leyenda entorno a la reina y soberana Juana III de Nabarra, la cual tiene el contexto histórico de la amenazante y misógina Inquisición de la Iglesia de Roma, que quería juzgar y quemar a la reina de Nabarra básicamente por ser una mujer y encima libre pensadora.

Juana, Dios y Roma

Se dice que un día llegó a la Corte nabarra de Pau un misterioso personaje y comenzó a preguntar sobre el nabarrismo. Según parece ser, era el mismísimo Rey de los Cielos, el cual buscaba audiencia con Juana III de Nabarra, tras contemplar las maravillas logradas en el Estado gobernado por los nabarros, conseguidas en libertad y paz.

El Rey de los Cielos, tras varios días de charlando con Juana III de Nabarra, logró convencer a la reina de Nabarra para realizar una visita al emperador de Roma y así, ejecutar una defensa conjunta de los logros conseguidos por el Estado Humanista de Nabarra y la idea nabarrista en el Estado Pontificio.

Así se pusieron en marcha, al llegar a Roma los dos viajeros se quedaron atónitos por la hermosura y belleza de la ciudad, decorada de manera Renacentista por grandes maestros como Miguel Ángel, Leonardo y Raphael. El Rey de los Cielos, tras hablarlo con la reina de Nabarra, se adelantó para pedir una recepción en la Santa Sede. Al cabo de unas horas, volvió con Juana III de Nabarra  y le mostró su indignación con estas palabras:

“Con estos paganos no queda nada que hacer Juana, pues ni me han entendido. Yo dije que sobre esta piedra se edificaría mi Iglesia, pero no de esta manera”.

Entonces, el extraño viajero acompañó de regreso al Reino de Nabarra a Juana, concretamente hasta que ésta estuvo fuera de cualquier peligro y, tras despedirse con amor de ella en los límites del Estado de Nabarra, recurrió al pronóstico y al sermón:

“No olvides, Juana, que a mí me crucificaron gentes de esta calaña, y que de Nabarra no quedará piedra sobre piedra, pero un día se levantará gloriosa”.

ANEXO TÍTULOS DE JUANA

Títulos oficiales

1528-1555

Princesa de Biana (Reino de Nabarra)

1548-1562

Duquesa de Bourbon (Reino de Francia)

Condesa de Marle (Reino de Francia)

1549-1572

Duquesa de Alençon y Berry (Reino de Francia)

Condesa de Armagnac (Reino de Nabarra) y Perché (Reino de Francia)

1550-1572

Duquesa de Vendôme (Reino de Francia)

Condesa de Beaumont y Soissons (Ambos Reino de Francia)

1555-1572

Reina de Nabarra

Coprincesa de Andorra (Principado de Andorra)

Duquesa de Albret (Reino de Nabarra)

Condesa de Foix, Bigorre (Reino de Nabarra), Limoges y Périgord (Reino de Francia)

Vizcondesa de Biarno, Marsan, Gabardan, Gaure, Nébouzan, Tartas y Cuatro Valles (Reino de Nabarra)

Baronesa de Castelnau-Magnoac, Castelnau-Rivière-Basse (Reino de Nabarra), Caussade, Montmiral y Rhodez (Reino de Francia)

Señora de Donibane Garazi, Donapaleu, Garris, Hasparren, Iholdi, Baigorri, Amikuze, Ostibarre, Jaxu, Urepel, Ortheze, Tarbes, Orleix, Pau, Salvatierra de Biarno, Navarrenx, Oloron, Jurançon, Lescar, Nerac, Manhoac, Varossa, Aura, Nesta, Auzat, Varilhes, Castellebo,… (Reino de Nabarra)

Dama de La Flêche, Baugé, Sully, Craon, Argent, La Chapelle des Aix-dam-Gilon, Clermont, Villezon, Orval, Espineuil, Château-Meillante, Montronde, Bruyères, Dun-Le-Roi, Saint-Gondom, Coberin, Chalucete, Sainte-Hermin, Prahec, Lussac, Champaña, Blois y Chisay (Reino de Francia)

Títulos despectivos y oficiosos otorgados por Carlos V de Alemania y I de España, Felipe II de España, Carlos IX de Francia, Pio IV de Roma y Gregorio XIII de Roma

1555-1556

Princesa del Bearn (Carlos V de Alemania y I de España)

1556-1572

Señora del Bearn (Felipe II de España)

1561-1572

Señora de los herejes (Pio IV de Roma y Gregorio XIII de Roma)

Diablo con faldas (Pio IV de Roma y Felipe II de España)

Bruja del Pirineo (Felipe II de España y Gregorio XIII de Roma)

1569-1572

Soberana de los hugonotes (Carlos IX de Francia)

Señora de los piratas (Felipe II de España)

NABARRAKO ERESERKIA

Nabarra, reflexiones de un Patriota

Reflexiones de un Patriota by Iñigo Saldise Alda

ASKATASUNA = Baskoinak x Nafar Paradigma

"PRO LIBERTATE PATRIA GENS LIBERA STATE"

"Aberri askearen alde jende librea jaiki"

"De pie la gente libre a favor de la libertad de la patria"

Navarre shall be the wonder of the world

by WILLIAM SHAKESPEARE

EUSKARA-LINGUA NAVARRORUM

EUSKARA-LINGUA NAVARRORUM

©NABARTZALE BILDUMA 2011

©NABARTZALE BILDUMA 2011